No le va bien a la UE el papel de convidado de piedra, de presente circunstancial al que nada se le pide y del que nada se espera. Son ya, al menos, tres las presencias hueras de la Unión Europea —o de algunos de los países que la constituyen— en escenarios de relevancia mundial: la claudicación ante el presidente norteamericano en la cumbre de la OTAN celebrada en La Haya, los días 24 y 25 de junio de 2025, con el aumento del gasto en defensa al 5 %; la afrenta y obediencia de Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, en el campo de golf de Escocia el domingo 27 de julio de 2025, consintiendo y suscribiendo los azotes arancelarios del 15 %; y ahora, su fútil asistencia para aparentar algún protagonismo en la toma de decisiones sobre la guerra de Ucrania, el pasado 18 de agosto de 2025, en el Despacho Oval que, a modo de garito de negocios y castigos, tiene instalado Donald Trump en la Casa Blanca. Y otrosí digo, por no hablar de su sangrante silencio, sus tibias declaraciones y su insignificancia demostrada ante la masacre y el genocidio de Gaza. No, no es esto lo que los europeos esperábamos de la UE. Pues con esta vacuidad, el totalitarismo, de todo tipo, tiene las puertas abiertas para instalarse en nuestra otrora ilusionante Europa.
Ante estos hechos, no hay otra realidad que no sea la imagen patética que damos los países europeos y, en concreto, el equipo de la Comisión Europea: todo un desastre para el caso. Sin olvidar a Mark Rutte, secretario general de la OTAN, con su babosa sumisión ante un todopoderoso y engreído Donald Trump. Y es que, en general, ya nadie cree en el liderazgo de la UE, ni en el de Berlín ni en el eje franco-alemán, ni tan siquiera ellos mismos. En definitiva, las bases sobre las que está fundada la Unión ya no sirven para la nueva realidad del mundo que se ha ido perfilando tras la caída del Muro de Berlín en 1991. A mi juicio, o se hace una Europa federal, de la que probablemente se descolgarían algunos países de los actuales integrantes, o seguimos siendo lo que somos: un gigante económico sin capacidad de ejercer el teórico poder que de ello debiera derivarse y, a la vez, una pulga en el poder político, consecuencia de nuestra nula capacidad e independencia militar.
A este respecto, Europa no es humillada por azar: se lo ha buscado. Durante décadas hemos vivido amparados por el paraguas militar de Estados Unidos, dependientes del gas barato de Rusia y de la producción de las fábricas chinas, mientras nos dábamos aires de potencia moral. Nos convencimos de que el comercio y los valores universales bastaban para imponernos en el mundo, pero lo que había debajo era un continente sostenido por muletas ajenas. Cuando esas dependencias se rompieron, se reveló la verdad: una U.E. sin ejército, sin soberanía energética y sin industria estratégica. Quizás el gran error fue abandonar la única fuerza que teníamos: el poder blando. Mientras fuimos mediadores, faro cultural y promotores de cooperación, Europa era respetada incluso sin cañones. Pero nos enmascaramos de imperio sin músculo y el espejismo se vino abajo. En Ucrania, creímos que las sanciones y comunicados pondrían de rodillas al imperio nuclear de Rusia; en Gaza, predicamos derechos humanos mientras financiamos y armamos lo que el mundo entero percibe como genocidio. El resultado: ya no somos árbitros de nada, sino comparsas en todo.
La incoherencia se agrava con nuestra obscena doble moral. Subcontratamos fronteras a Erdogan, a Marruecos, a milicias libias, a Túnez y Egipto, sabiendo que allí se tortura y se expulsa a migrantes al desierto. Hacemos negocios con Arabia Saudí y Catar, regímenes que continúan usando la pena de muerte mediante decapitación de modo habitual a disidentes y otros presos acusados de diversos delitos, y que mantienen a mujeres y trabajadores extranjeros como ciudadanos de segunda. Bruselas sermonea al mundo con retórica kantiana mientras practica hobbesianismo en Riad. El resultado es devastador: ya nadie nos cree. Por eso, entiendo que nuestras humillaciones son merecidas. No somos castigados por ser inocentes, sino por arrogantes e hipócritas. Quisimos ser potencia militar sin tener ejército, potencia moral sin respetar los valores que predicamos. Y hoy, ya no somos faro, ni gigante, ni nada: apenas un cajero automático para Washington, un mercado dócil para Pekín y un cliente frágil para los autócratas de nuestro vecindario. Europa no cayó por azar: se traicionó a sí misma. Y es que, en cierta manera, Europa es hoy la Grecia del mundo romano. Y París, la Atenas del siglo IV d. C. Somos las provincias del Imperio, con las legiones acantonadas aquí y los bárbaros a pocas millas de nuestras fronteras. Y ahora que Roma amenaza con marcharse, atenienses, espartanos, tebanos y demás helenos se mesan las barbas porque saben que sus glorias pasadas son eso: cosa del pasado, que no inquieta lo más mínimo a esos godos que los observan impávidos. Dicho con otras palabras: Europa, pese a su pasado glorioso y su prestigio cultural, es hoy un ser dependiente de un imperio exterior, los EE. UU, y se encuentra en decadencia, mientras unas nuevas fuerzas, “los bárbaros”, la acechan y no sienten el más mínimo respeto por su antigua grandeza.