Hay muchas cosas que sabemos que no sabemos de la muerte. La muerte es esa sombra silenciosa que, inseparablemente, camina a nuestro lado. La amante misteriosa que nos acecha con infinita paciencia y espera sin decirnos dónde ni cuándo se presenta. Un accidente que se anuncia en el sigilo de una noche cualquiera, cuando la luna argenta el paisaje, o en un luminoso día, danzando su macabra melodía y, con un susurro tenue que eriza nuestra piel, nos hiela el último aliento. Es el recordatorio de nuestra efímera existencia. Un murmullo en el oído que nos señala y avisa del perecedero y fugitivo tiempo de la vida, advirtiéndonos de que cada momento es precioso y, por ello, nos enseña y anima a vivir con valentía, a amar con pasión y a dejar una huella imborrable en las páginas del tiempo que vivimos. La muerte no nos roba los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que a veces nos los roba y, en ocasiones, definitivamente. No hay llanto que detenga su paso, ni súplica que doble su voluntad. La muerte emplaza a todos, a cada uno de los hombres y mujeres, sin dejar entre renglones a uno solo. Es la gran igualadora, la que abraza a reyes y mendigos, a jóvenes y ancianos. Ante ella, todos somos iguales, frágiles hojas mecidas por el viento del destino.
Sin embargo, esa parca inevitable, no debería ser un enemigo a temer, sino un misterio a descifrar. Tal vez, sea únicamente la fórmula que ha buscado la naturaleza para satisfacer a todo el mundo y facilitar una transformación, un viaje a un plano ignoto donde el tiempo se diluye y el alma, espíritu, esencia o energía se libera de las ataduras terrenales y traspasa la puerta en dirección a un umbral desconocido que abre un nuevo capítulo hacia la eterna existencia. Quizás no es un final, sino una transición, un cambio de vestimenta para esa esencia que acompaña a nuestro cuerpo. No es por tanto una derrota, sino una liberación. Acaso sea el último acto de amor del universo, desatándonos de la materia que nos acompañó en vida para permitirnos volar libres en el cosmos infinito. Es el eco de una canción que ha terminado, pero cuya melodía perdura en el viento, como el último suspiro de una tarde que se desvanece en la oscuridad, dando paso a la luz en su camino hacía las estrellas.
Y es que la muerte es parte de la realidad de la vida, aunque no lo queramos ver. Por eso, creo que es importante desarrollar la capacidad de hablar de ella, ya que esa realidad es lo que queda de uno al desaparecer el brillo exterior que nos adorna. De hecho, juzgo que no hay aventura mayor ni más admirable que aprender a ser mortal; dado que, en el momento de morir, nada es importante. En ese supremo acto final de nuestra vida no está presente el trabajo, no está nuestro título académico, ni los méritos, ni los posibles honores, ni la cuna, ni fortunas, y tampoco los amores, ni pasiones, ni principios. Ni siquiera están las frustraciones, ni las inseguridades y vergüenzas. En ese instante final, solo estaremos, cada uno de nosotros, con la conciencia del fin que todavía nos ata al mundo antes de emprender el camino sin retorno con un incierto destino más allá de las estrellas o, tal vez, en dirección hacia la nada. Tal vez por ello, es aconsejable vivir de tal manera, con tal ejemplaridad y con tal dignidad, que nuestra muerte sea escandalosamente injusta. Y es que, como nos dijo Montaigne “Si alguien enseñara a los hombres a morir, les enseñaría a vivir”.
En todo caso, cuando llegamos a concienciarnos de la inexorable realidad de la muerte, termina uno aceptando su propia soledad. Por todo ello, no temamos a la muerte. Ya que nosotros partimos, pero la vida permanece. Aceptémosla, pues, como parte de nuestra extraordinaria travesía. Porque al final, todos somos estrellas fugaces en el vasto cielo de la existencia, destinados a brillar intensamente antes de desvanecernos en la eternidad.