Hace incontables lunas, cuando la Tierra aún susurraba en lenguas que todavía hoy no comprendemos, el destino del ser humano empezó a tallarse en silencio. En ese remoto ayer —dos millones de años atrás—, el cerebro del Homo erectus, en su paciente danza evolutiva, alcanzó un umbral sagrado: los novecientos centímetros cúbicos. Fue entonces, en ese cruce invisible entre la materia y el misterio, cuando brotó la chispa primera de la protoautoconsciencia en algún individuo de uno de los linajes de nuestros más antiguos ancestros. No era aún pensamiento pleno; todavía no había símbolos ni lenguaje complejo, pero sí el temblor de una identidad naciente. Aquel ser comenzó a mirarse desde dentro, a reconocerse como uno entre muchos, a trazar planes, a tender la mano, a guardar memorias como quien colecciona estrellas en la noche. Así nació el germen de lo que somos: criaturas capaces de recordar, de imaginar, de construir juntos el relato de lo vivido. Todo ello surgió desde un susurro cerebral que acabó convirtiéndose en canto humano.
El alba de la consciencia no llegó de golpe, sino como una claridad tímida, como la primera luz que anuncia el amanecer. Es probable que el primer destello de esa incipiente consciencia se produjese cuando uno de ellos se vio reflejado en el río, temblando en la superficie, y no lo confundió con otro. Sintió —sin palabras todavía— que ese cuerpo era él, que sus manos eran las mismas que habían golpeado la piedra y encendido la llama de un recién nacido fuego. Y tal vez fue entonces, en ese instante remoto, cuando el mundo dejó de ser para él solo un lugar donde sobrevivir, y pasó a convertirse en un misterio que merecía ser comprendido.
Y así, entre el murmullo del agua y el crujir del fuego, en una región de África Oriental conocida como el Valle del Rift, que hoy incluye partes de Etiopía, Kenia y Tanzania, emergió la cuna misma de la humanidad y epicentro de vida. Fue allí donde el Homo erectus se engrandeció, marcando el inicio de un viaje que cambiaría para siempre el destino del mundo. Su origen no es solo un lugar en el mapa, sino el eco de un pasado vibrante, donde cada río y cada colina guardan el rastro de nuestros primeros pasos. Y es que, en esa consciencia primigenia, para los hombres y mujeres de dicha especie, el fuego, más que calor, se convirtió en ritual. La piedra ya no era solo una herramienta sofisticada, sino que, con ella, comenzaban a dar los primeros pasos hacia el pensamiento simbólico, aunque de forma extremadamente incipiente y aislada, como mudos testimonios en zonas abiertas o asentamientos al aire libre. Cada trazo era un intento de decir lo que aún no podía nombrarse, de capturar el tiempo, de dejar constancia de que habían estado allí y de que habían sentido. Y la memoria se volvió raíz. Ya no bastaba con vivir: había que recordar y en ese rememorar, nació el deseo de transmitir, de enseñar, de proteger. El grupo dejó de ser simple manada y pasó a convertirse en tribu, en historia compartida. El lenguaje, aún en su forma más rudimentaria, empezó a brotar como brota la savia en primavera: sonidos cargados de intención, gestos que tejían significados. Fueron, al principio, gruñidos dispersos que poco a poco se articularon, quizá al compás del tam-tam de la danza alrededor del fuego, hasta transformarse en órdenes, en plegarias y acaso en consejos. Aquellos alaridos inconexos que se lanzaban al cruzarse acabaron por unificarse en un grito común, con un significado compartido y aceptado por la tribu. Y en ese germen sonoro, el lenguaje comenzó su largo viaje desarrollándose en formas cada vez más intencionadas: el de nombrar lo invisible, el de transformar el miedo en canto, el silencio en palabra y hasta en lenguaje sonoro el silencio
La consciencia - esa llama que no se ve pero que arde- comenzó a expandirse como el fuego en la noche. Descubrieron cómo comunicarse rudimentariamente entre ellos, a mirar el cielo y preguntarse por su lugar en él. A mostrar cierto respeto hacia los muertos, aunque no de forma sistemática ni ritualizada, sino como quien intuye que la vida no termina en el último aliento. A realizar trazos simples, lo que abre la posibilidad de comportamientos representativos rudimentarios. Así lo demuestra la “concha de Trinil”, que es el testimonio más fiel y aceptado hasta ahora encontrado en la isla Indonesia de Java, con 500.000 años de antigüedad y un trazado en zigzag. No es “arte” en el sentido pleno, pero sí constituye la evidencia más antigua de un grabado intencional, lo que sugiere que Homo erectus tuvo alguna forma de pensamiento abstracto y conceptual incipiente. Y aprendieron también a cantar alrededor del fuego, efectuar rituales de magia muy elementales, imaginar lo que no estaba presente, a soñar con lo que aún no existía... Y así, poco a poco, el Homo erectus dejó de ser solo criatura del mundo, para convertirse en su intérprete, en su guardián, en su poeta. Porque desde aquel primer reflejo en el río, no dejó de buscarse. Y en esa búsqueda, fue descubriendo el universo entero. (Continuará)