Trump no gobierna, reina en Estados Unidos y en casi todo el mundo. Mañana estrechará la mano de Putin en Alaska y, pase lo que pase, la Unión Europea ni pinta nada ni podrá alterar el rumbo de los acontecimientos. Lo que está ocurriendo no es diplomacia, es un cabaret geopolítico con estética de club, en el que una Unión Europea, trajeada y con rodilleras, convoca una videoconferencia para mendigar la atención de un presidente estadounidense que apenas disimula sus verdaderos intereses. La escena roza la pornografía política: líderes de rostro grave suplicando no quedar fuera de las negociaciones sobre Ucrania y reclamando, como último asidero, un alto el fuego, la participación de Kiev en cualquier diálogo y la defensa de sus fronteras. Trump aseguró que Zelenski sería el único autorizado para negociar cuestiones territoriales de Ucrania. Meras palabras.
Lo indecente es que esta liturgia humillante de Europa era evitable. En Estambul, en 2022, hubo un proyecto de paz a punto para firmar que habría paralizado la guerra antes de que Europa vaciara sus arcas y cercenara su seguridad energética. Pero Biden necesitaba su guerra por delegación; la OTAN, su gesta épica; y Bruselas, creerse un actor estratégico. El saldo, tres años después, es un continente exhausto, empobrecido y diplomáticamente convertido en un extra de su propio drama, temiendo que Trump —que nunca creyó en esta guerra— modifique de opinión y cierre el telón sin consultarle. Es como hipotecar la casa para entrar en una partida de póker y luego implorar al ganador que, por favor, te deje vivir en el garaje. Y ahí está lo obsceno: Europa no ha sido excluida, se ha autoinvitado para humillarse en directo, con la ansiedad del adicto que ruega una última dosis. En este sentido, no es que tema Europa una solución indigna para Ucrania: es que lleva tres años normalizando su propia indignidad, pagando la factura de un conflicto que no sabe ni cuándo ni cómo terminar. La cumbre de Alaska no será su oportunidad de influir, sino su prueba final de irrelevancia: el recordatorio de que, cuando los poderosos se reparten el mundo, Europa solo sirve para sostener la bandeja y sonreír mientras le quitan el reloj de la muñeca.
En todo este asunto, Rusia es la pérfida de manual; la Unión Europea, la ingenua doncella ultrajada; y la historia real, convenientemente resumida, parece un libreto para uso escolar. A este respecto, se nos olvida con facilidad un detalle menor: Europa, mientras fingía creer en promesas de Moscú, se dedicaba a financiar su guerra por procuración con cheques en blanco y sanciones que han funcionado como vitaminas para el rublo. Y no solo eso, sino que en Gaza, la misma Europa que exige respeto a las fronteras y condena los crímenes de guerra de Putin se ha convertido en cómplice financiera y diplomática de un genocidio retransmitido en directo, aplicando la “legalidad internacional” como si fuera un menú degustación. Es decir, la UE que hoy clama traición no fue seducida, sino la que llevó el champán, encendió las velas y entregó las llaves de su gasoducto, todo mientras presumía de autonomía estratégica. Ahora, verse contra las cuerdas no es una sorpresa: es el número final del espectáculo que ella misma montó, con el capítulo de Gaza incluido en el precio de la entrada.
No se trata de un mal deseo, expreso lo que considero que es una opinión sobre la realidad. ¿Alguien cree, a estas alturas, que la intervención de Europa puede aportar algo a la resolución del conflicto que no sea humillante para Ucrania y que ponga a Rusia en su sitio? Después de la exhibición de desprecio, amenazas y bravuconería que ha protagonizado Donald Trump en la taberna global de la Casa Blanca y del indigno y vergonzoso espectáculo de sumisión con que ha respondido la UE, resulta inimaginable un final de la guerra en el que no salgan beneficiados Rusia y Estados Unidos, mutilada Ucrania y ninguneada y advertida la UE.
Y es que una Europa incapaz de negociar directamente con Trump aranceles sin claudicar no puede pretender ahora influir sobre esta reunión. Si Trump logra acabar con esta guerra pactando la cesión territorial permanente, Europa hará lo de siempre: seguir lo que diga el Boss. Y, además, no olvidemos que las fronteras de Europa se han movido durante siglos —incluyendo el siglo pasado— a punta de cañón. Por ello, si Ucrania tiene que ceder territorio, no sería la primera ni la última vez que algo así ocurra. Lo importante, a mi modo de ver, es acabar de una vez por todas con una guerra que desangra a Ucrania y presiona económicamente a Europa. Es por ello que deduzco que no va a haber otra desenlace que ceder la franja oriental de Ucrania, tal vez con algún tipo de autonomía o gestión federal, o como sea. Pero Rusia va a impedir que desaparezca su paso a Crimea. Y nada de OTAN. A cambio, Ucrania podría integrarse en el mercado común tras un periodo de reconstrucción. No creo que se pueda negociar nada más allá de reparaciones económicas.
Europa conlleva ahora las consecuencias de su dependencia militar —asentida— de Estados Unidos desde sus orígenes: un país no europeo, con conceptos distintos sobre la democracia y los derechos de los ciudadanos. Si en un principio esa dependencia estaba justificada como consecuencia de su intervención en la Segunda Guerra Mundial y de la continuidad de la dictadura soviética en el Este, la construcción de la Unión Europea debería haber relevado a EE. UU. de su función protectora y haber cerrado las numerosas bases militares que aún conserva, asumiendo —en consonancia con su desarrollo político— su propia defensa, independiente de su aliado o, al menos, el control de la misma. Pero, desgraciadamente, no ha sido así. Y nos encontramos, por ello, en la penosa situación actual: debemos suplicar a un líder de un país no europeo que nos defienda y aceptar cualquier decisión que tome, por humillante que sea.