Lleva poco más de un mes como presidente de los EEUU y, en este escaso tiempo, Donald Trump, con una batería de ofensivas comerciales, tecnológicas y políticas, ha provocado el caos, la incertidumbre y el miedo, alterando el equilibrio y statu quo global existente y demostrando a sus socios europeos y occidentales que ha dejado de ser un socio fiable; si es que alguna vez lo fue.
Europa, en la mitología griega, era una princesa que fue secuestrada por el dios Zeus. Hoy en día se repite la historia, pero sin cuentos mitológicos de por medio. El "dios" Trump se come, literalmente, a su madre Europa. Regresan los tiempos gloriosos del salvaje oeste, de la violenta y cruel colonización sin miramientos del nuevo continente. Y esta Vieja Europa nuestra se enfrenta al espejo de la recurrente "doble verdad" para que elijamos. Por una parte está el mundo ideal y poético de los valores del Quijote, defensor a ultranza de la justicia y la decencia. Por la otra, Sancho nos abofetea con la realidad palmaria de la geopolítica, la del pez grande que se come al chico, la de las pistolas cuanto más grandes mejor. Regresa sin tapujos ni remilgos la ley de la selva, la de la fuerza, que tal vez nunca desapareció, para doblegar a los adversarios, ahora, el adversario a batir es esta Unión Europea que carece de un firme liderazgo. Y es que, al igual que las neuronas espejo reflejan lo que ven, esta aturdida Europa sigue mirándose en el pasado de su historia y viéndose como un gigante, pero el mundo la observa como lo que realmente es, un continente que se aferra a su legado mientras subcontrataba su futuro. Durante siglos, impusimos nuestras reglas, explotamos recursos ajenos y moldeamos el comercio global a nuestra conveniencia. Y ahora, en este presente incierto, cuando otros hacen exactamente lo mismo, pero sin pedirnos permiso, nos llevamos las manos a la cabeza y hablamos de "competencia desleal", de "imperialismo económico" o de "ataques contra nuestros valores". ¡Qué ironía! Los mismos mecanismos que usábamos para dominar hace pocos años el mundo, ahora los denunciamos como injustos. Nos gusta la globalización, hasta que deja de servirnos. Nos fascina el libre comercio, hasta que alguien más listo lo usa mejor que nosotros. Nos indignamos porque EE.UU. impone aranceles, pero llevamos décadas protegiendo nuestras industrias con regulaciones a medida. Tal vez, lo que realmente nos molesta no es que el mundo sea injusto, sino que ya no tenemos el monopolio de esa injusticia.
Hemos sido siempre los primeros en presumir de ética y moralidad mientras delegamos en otros la parte incómoda de nuestra prosperidad. Queremos energía limpia, pero importamos materiales extraídos con condiciones laborales que jamás toleraríamos en nuestra casa. Nos escandaliza la huella ambiental que provoca China, pero externalizamos nuestra industria a dicho país y a otros del sudeste asiático, para mantener nuestros cielos despejados y, a la vez, obtener gigantescos beneficios económicos. Hablamos de Derechos Humanos, pero compramos gas y petróleo a regímenes autoritarios y cerramos los ojos vendiéndoles armamentos cuando nuestros intereses están en juego. Y es que el problema actual de Europa no es que el mundo haya cambiado, que lo ha hecho, sino que seguimos actuando como si nada hubiera variado. Y tal vez por ello, en estos perplejos momentos, con la llegada del “rey Trump” al poder, nos quejamos de que EE.UU. nos trata como un socio de segunda, pero nunca quisimos asumir el coste de la defensa del territorio, para ser un socio de primera. Nos lamentamos de la hegemonía industrial de Asia, pero con la egoísta pretensión de obtener más y más beneficios económicos, desmantelamos nuestras fábricas y le facilitamos tecnología. Queremos que el orden global nos siga favoreciendo, pero sin la incomodidad de construirlo o defenderlo. Europa no es víctima de un sistema injusto, Europa es víctima de su propia creencia de que podía seguir mandando sin hacer el trabajo correspondiente. Y ahora, con la historia moviéndose aceleradamente sin esperarnos, nos indignamos.
Hace mucho tiempo que Europa tenía que haber pensado en Europa y no lo ha hecho. No obstante, los momentos de crisis son también tiempos de oportunidad. Y por ello, ante las políticas propuestas por Trump en ámbitos comerciales, sociales, defensivos y de política internacional, la UE debe responder con determinación y cohesión. En el terreno comercial, es esencial que proteja sus intereses implementando contramedidas firmes y proporcionadas, como ha señalado la presidenta de la Comisión, ante las amenazas arancelarias. En el ámbito social, debe reafirmar su compromiso con los Derechos Humanos y la dignidad de las personas, rechazando propuestas que contravengan estos principios, aceptados por todos los países democráticos. En defensa, necesita fortalecer su autonomía estratégica y diplomática, incrementando la cooperación militar entre los Estados miembros, reduciendo la dependencia de los EE.UU., especialmente ante la posibilidad de que Washington reconsidere su papel en la OTAN y siga pensando en realizar actuaciones como las anunciadas en Gaza o Ucrania. Es decir, Europa debe consolidarse como un actor global independiente, buscando la unidad y la acción decidida para defender sus valores e intereses en este escenario esperpéntico que ha rediseñado el actual inquilino de la Casa Blanca, buscando, si es preciso, nuevos socios preferentes más allá del Imperio Americano. Pues de no hacerlo, nos ocurrirá, como acertadamente ha dicho Josep Borrell cuando nos advirtió: “en este banquete o estamos sentados a la mesa o somos el menú”.