Europa y la Unión Europea, la UE y Europa, forman un continente que todavía no ha asumido que su entrada en caída libre es absoluta. La aceleración brutal de una decadencia que ya venía gestándose hace tiempo y que en realidad no se empezó a manifestar de verdad con la guerra de Ucrania, ni con el regreso de Trump al poder, ni con el ascenso de Putin, sino mucho más recientemente: entre 2023 y 2025, cuando Europa resolvió, con esa tranquilidad moral que la caracteriza, respaldar activa o pasivamente el genocidio en Gaza y mirar hacia otro lado ante la masacre y la limpieza étnica en Cisjordania. Porque nada dice a su favor, cuando los supuestos “defensores de los derechos humanos” envían armas y firman contratos millonarios con el estado de Israel que bombardea hospitales y campos de refugiados, obliga a desplazarse a la población y asesina a periodistas para que no nos cuenten en directo lo que pasa.
Por supuesto, si uno quiere saber cómo está el mundo, basta con mirar la perspectiva del Sur Global, ese incómodo espejo en el que Europa prefiere no mirarse. Allí, el falseamiento de narrativas aún no ha arraigado como en el Norte, donde el relato oficial suele estar tan cerca de la realidad como Plutón del Sol. Ejemplo de manual: en países como Alemania, el genocidio de Israel en Gaza se explica como “acciones desesperadas de autodefensa” de la única democracia de Oriente Medio, y nadie parece notar lo pintoresco que resulta que el que se “defiende” lo haga bombardeando con aviones F-35 mientras el “agresor” son niños que antes tiraban piedras y ahora, famélicos, apenas pueden andar. En este sentido, en geopolítica, la fuerza moral no es un detalle estético: es el cimiento invisible sobre el que se sostiene la influencia política, la credibilidad diplomática, el peso económico y la disuasión militar. Cuando ese cimiento se pudre, el efecto dominó es cuestión de tiempo. Pierdes autoridad para exigir respeto a las fronteras, legitimidad para hablar de derechos humanos y coherencia para denunciar crímenes de guerra. Y entonces las fichas empiezan a caer: primero la política, luego la diplomática, después la económica y, al final, la militar. Y, por ello, hoy Europa se arrastra en videollamadas, rogando a Trump que no la deje fuera de la negociación sobre Ucrania, como si no fuera ya evidente que gran parte del mundo la ve como un actor decorativo. Lo trágico o cómico, según el ánimo, es que este papel de figurante suplicante es apenas un aperitivo de lo que se merece tras haber legitimado, con silencio cómplice o aplauso entusiasta, una masacre genocida retransmitida en directo.
Entre 2023 y 2025, en Gaza, Europa hipotecó su autoridad moral; en Cisjordania, la remató. Lo que ha ocurrido el pasado agosto en Alaska o lo que pueda ocurrir en un futuro en Moscú o donde sea, sobre Ucrania no es sino el primer cobro parcial. La factura final, la del precio histórico de haber traicionado sus propios valores fundacionales mientras daba lecciones de democracia al resto del planeta, aún está por llegar. Y cuando llegue, será mucho más alta que cualquier desplante de Trump o Putin. Europa no está perdiendo influencia: simplemente está recogiendo, con exquisita coherencia, el fruto maduro de su suicidio. Y es que, al respaldar el genocidio en Gaza y la ilegal ocupación militar, la expansión de asentamientos que violan el Derecho Internacional y los Derechos Humanos y las restricciones severas a la población palestina, en Cisjordania, Europa perdió su autoridad moral. Esa carencia desató un efecto dominó: sin legitimidad, se derrumbaron su peso político —ya de por sí muy tocado—, diplomático, económico y militar, y ahora queda rebajada a un actor irrelevante que mendiga asiento en su propia guerra.
Europa fue una gran idea, pero hoy está en peligro de extinción, no solo por sus enemigos externos, sino por su propia renuncia interna. En lugar de expandir derechos, ha construido fronteras. En lugar de liderar por la paz, se ha convertido en parte beligerante. Y en lugar de escuchar a sus pueblos, se aferra a una élite política que, bajo el disfraz de la estabilidad, bloquea cualquier renovación. Y lo más inquietante no es la deriva autoritaria en el este, ni la frialdad neoliberal del norte, sino la pérdida del alma europea: su capacidad de imaginar un destino común sin miedo. La Europa que calla ante Gaza, que convierte a Ucrania en un teatro de desgaste y que externaliza su responsabilidad moral es una Europa que traiciona su origen antifascista y humanista. Frente a eso, el denostado sur de Europa no es un problema ni un lastre, sino quizás la última reserva de sentido: porque conoce el dolor, porque ha vivido la exclusión, porque aún cree —pese a todo— que otra Europa es posible. No desde la obediencia, sino desde la crítica; no desde la fe, sino desde la exigencia. La verdadera fidelidad al proyecto europeo no consiste en aplaudir sus símbolos, sino en salvarlo de su decadencia. De hecho y en consecuencia, si Europa no se pone de parte de esos seres expoliados, colonizados, segregados y reducidos a la miseria, no tiene sentido hablar de valores de igualdad, libertad, equidad e imperio de la ley. En Gaza ha tenido oportunidad de hacerlo y, hasta ahora, como siempre, ha brillado por su ausencia.