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viernes, 19 de septiembre de 2025

El suicidio moral de Europa

 

Europa y la Unión Europea, la UE y Europa, forman un continente  que todavía no ha asumido que su entrada en caída libre es absoluta. La aceleración brutal de una decadencia que ya venía gestándose hace tiempo y que en realidad no se empezó a manifestar de verdad con la guerra de Ucrania, ni con el regreso de Trump al poder, ni con el ascenso de Putin, sino mucho más recientemente: entre 2023 y 2025, cuando Europa resolvió, con esa tranquilidad moral que la caracteriza, respaldar activa o pasivamente el genocidio en Gaza y mirar hacia otro lado ante la masacre y la limpieza étnica en Cisjordania. Porque nada dice a su favor, cuando los supuestos “defensores de los derechos humanos” envían  armas y firman contratos millonarios con el estado de Israel que bombardea hospitales y campos de refugiados, obliga a desplazarse a la población y asesina a periodistas para que no nos cuenten en directo lo que pasa.

 

Por supuesto, si uno quiere saber cómo está el mundo, basta con mirar la perspectiva del Sur Global, ese incómodo espejo en el que Europa prefiere no mirarse. Allí, el falseamiento de narrativas aún no ha arraigado como en el Norte, donde el relato oficial suele estar tan cerca de la realidad como Plutón del Sol. Ejemplo de manual: en países como Alemania, el genocidio de Israel en Gaza se explica como “acciones desesperadas de autodefensa” de la única democracia de Oriente Medio, y nadie parece notar lo pintoresco que resulta que el que se “defiende” lo haga bombardeando con aviones F-35 mientras el “agresor” son niños que antes tiraban piedras y ahora, famélicos, apenas pueden andar. En este sentido, en geopolítica, la fuerza moral no es un detalle estético: es el cimiento invisible sobre el que se sostiene la influencia política, la credibilidad diplomática, el peso económico y la disuasión militar. Cuando ese cimiento se pudre, el efecto dominó es cuestión de tiempo. Pierdes autoridad para exigir respeto a las fronteras, legitimidad para hablar de derechos humanos y coherencia para denunciar crímenes de guerra. Y entonces las fichas empiezan a caer: primero la política, luego la diplomática, después la económica y, al final, la militar. Y, por ello, hoy Europa se arrastra en videollamadas, rogando a Trump que no la deje fuera de la negociación sobre Ucrania, como si no fuera ya evidente que gran parte del mundo la ve como un actor decorativo. Lo trágico o cómico, según el ánimo, es que este papel de figurante suplicante es apenas un aperitivo de lo que se merece tras haber legitimado, con silencio cómplice o aplauso entusiasta, una masacre genocida retransmitida en directo.

 

Entre 2023 y 2025, en Gaza, Europa hipotecó su autoridad moral; en Cisjordania, la remató. Lo que ha ocurrido el pasado agosto en Alaska o lo que pueda ocurrir en un futuro en Moscú o donde sea, sobre Ucrania no es sino el primer cobro parcial. La factura final, la del precio histórico de haber traicionado sus propios valores fundacionales mientras daba lecciones de democracia al resto del planeta, aún está por llegar. Y cuando llegue, será mucho más alta que cualquier desplante de Trump o Putin. Europa no está perdiendo influencia: simplemente está recogiendo, con exquisita coherencia, el fruto maduro de su suicidio. Y es que, al respaldar el genocidio en Gaza y la ilegal ocupación militar, la expansión de asentamientos que violan el Derecho Internacional y los Derechos Humanos y las restricciones severas a la población palestina, en Cisjordania, Europa perdió su autoridad moral. Esa carencia desató un efecto dominó: sin legitimidad, se derrumbaron su peso político —ya de por sí muy tocado—, diplomático, económico y militar, y ahora queda rebajada a un actor irrelevante que mendiga asiento en su propia guerra.

 

Europa fue una gran idea, pero hoy está en peligro de extinción, no solo por sus enemigos externos, sino por su propia renuncia interna. En lugar de expandir derechos, ha construido fronteras. En lugar de liderar por la paz, se ha convertido en parte beligerante. Y en lugar de escuchar a sus pueblos, se aferra a una élite política que, bajo el disfraz de la estabilidad, bloquea cualquier renovación. Y lo más inquietante no es la deriva autoritaria en el este, ni la frialdad neoliberal del norte, sino la pérdida del alma europea: su capacidad de imaginar un destino común sin miedo. La Europa que calla ante Gaza, que convierte a Ucrania en un teatro de desgaste y que externaliza su responsabilidad moral es una Europa que traiciona su origen antifascista y humanista. Frente a eso, el denostado sur de Europa no es un problema ni un lastre, sino quizás la última reserva de sentido: porque conoce el dolor, porque ha vivido la exclusión, porque aún cree —pese a todo— que otra Europa es posible. No desde la obediencia, sino desde la crítica; no desde la fe, sino desde la exigencia. La verdadera fidelidad al proyecto europeo no consiste en aplaudir sus símbolos, sino en salvarlo de su decadencia. De hecho y en consecuencia, si Europa no se pone de parte de esos seres expoliados, colonizados, segregados y reducidos a la miseria, no tiene sentido hablar de valores de igualdad, libertad, equidad e imperio de la ley. En Gaza ha tenido oportunidad de hacerlo y, hasta ahora, como siempre, ha brillado por su ausencia.

martes, 9 de septiembre de 2025

Trump: Autocracia en prime time.

 

La película Civil War, dirigida por Alex Garland, proyectada en los cines de nuestro país en abril de 2024, así como en septiembre del mismo año en  Movistar Plus+, retrata un futuro cercano en el que Estados Unidos se encuentra desgarrado por un conflicto interno. A través de la mirada de un grupo de periodistas que recorren una nación en ruinas, la cinta muestra el colapso del orden democrático y la violencia desatada entre facciones rivales. Más que una historia bélica, es una reflexión sobre la fragilidad de las instituciones y el poder de la propaganda en tiempos de caos. En este contexto, y a la vista de lo que está ocurriendo hoy en EE. UU., cabe preguntarse si la película se adelantó a los hechos o, peor aún, si la ficción se ha quedado corta. Porque, al menos en la pantalla, había guion, actores y efectos especiales; mientras que, en la realidad americana existente, lo que tenemos es un reality show de telerrealidad presidencial con cadáveres institucionales incluidos. Y es que Trump no necesita rodar una guerra civil: la ha convertido en un espectáculo silencioso y doméstico, con capítulos semanales y momentos de intriga, tensión y suspense judiciales. Estados Unidos, que siempre presumió de ser la catedral de la democracia moderna, se ha descubierto —y nos ha mostrado— como lo que realmente era y sigue siendo: un decorado de cartón piedra, como los de Hollywood. El país que podía aguantar el caos no estaba preparado para algo mucho más corrosivo: una sociedad desconcertada y paralizada por el miedo reglamentado, financiado con presupuestos públicos y administrado como política oficial.

 

En esta versión actual de Civil War, interpretada por actores reales, no hay batallas en los campos de Kentucky, sino un ICE —el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE. UU.— triplicado, con hombres enmascarados cazando migrantes como si fueran figurantes descartados de una distopía de Netflix. Un Congreso, convertido en comité de aplausos, en el que los demócratas actúan como figurantes secundarios sin diálogo, mientras que los republicanos, organizados y erigidos como extras baratos, asienten disciplinadamente al ritmo de un líder cuyo extravagante y raro peinado desafía la gravedad tanto como la Constitución estadounidense. Y un Tribunal Supremo que, lejos de ser árbitro, ensaya su papel de mayordomo con frac, mientras Trump hace lo de siempre: usar la ley como ruina calculada. Lo que antes eran contrapesos hoy son muebles decorativos en un escenario televisivo, en el que la separación de poderes ha quedado reducida a una simple mercancía política con fines promocionales.

Segre 11.09.2025

 La ironía cruel es que la supuesta “guerra civil” no necesitará trincheras ni fusiles. El conflicto ya ocurre, pero de forma más siniestra: con ciudadanos dóciles que aplauden su propia domesticación, convencidos de que el matonismo presidencial es patriotismo y de que la democracia sigue intacta porque todavía pueden elegir entre veintisiete marcas de cereales en Walmart. Tal vez Civil War no fue una advertencia, sino un tráiler, un avance promocional de una película o serie. Pues la verdadera secuela es peor: una autocracia a cámara lenta, en capítulos digeribles, donde la violencia no estalla de golpe, sino que se instala como rutina. Y lo más inquietante es que, mientras aplauden el espectáculo, los estadounidenses siguen repitiendo su eslogan de siempre: This is the land of the free, (“Esta es la tierra de los libres”). Una expresión profundamente asociada con la identidad y la propaganda patriótica de los Estados Unidos: el país de la libertad.

 Trump ha convertido el ejercicio del poder en una estrategia del caos y del miedo. Cada decreto, cada gesto político, transmite más arbitrariedad que proyecto, más confrontación que gobernanza. Pero la cuestión esencial no es describir su deriva, sino si Estados Unidos tiene aún salida democrática. A este respecto, del caos al miedo es el camino que siguen todos los dictadores, y Trump parece decidido a recorrer esa senda en la que presuntamente ya se encuentra. Es la antesala del fascismo en los EE. UU., cuya única resistencia eficaz no puede ser otra que un levantamiento masivo, constante y decidido de la ciudadanía. Si éste no se produce, y dado que los tribunales acabarán devorados por la maquinaria de Trump, la tiranía campará a sus anchas y se extenderá como una mancha de aceite por el planeta, ante la sumisión vergonzante de una Unión Europea dócil a las exigencias del Presidente estadounidense y la aterradora receptividad de tantas mentes políticamente yermas, que abrazan con entusiasmo las propuestas de la ultraderecha en países que, en principio, parecían inexpugnables baluartes de la democracia.

 Ante este panorama, Sic semper tyrannis —“Así siempre con los tiranos”— no es solo un eco del pasado, sino un grito urgente del presente. Desde la Roma republicana hasta el escudo del Estado de Virginia, la frase ha sido estandarte de quienes se negaron a arrodillarse. Hoy, la libertad no se hereda, se defiende. Y si no se defiende, se convierte en decorado. Porque, cuando el fascismo se disfraza de rutina y la democracia se reduce a una marca en el supermercado, lo que está en juego no es el futuro… sino la posibilidad misma de tener uno.