rosa.piro@telefonica.net

miércoles, 30 de julio de 2025

Gaza, la vergüenza de Occidente.

 

Segre 30-07.2025
Lo que sucede en Gaza es una execración histórica. Y lo más estremecedor no es solo la violencia, los asesinatos, los ataques indiscriminados y desproporcionados o la obstrucción de la ayuda humanitaria, entre otros crímenes de guerra y de lesa humanidad, sino el modo en que Israel está llevando a cabo un genocidio contra el pueblo palestino. Lo hace con una fría racionalidad, sin el menor temblor, como si exterminar pudiera concebirse como un acto quirúrgico, limpio y aséptico. Y es que en esta televisada barbarie, el Gobierno de Netanyahu, ha convertido ahora también el hambre en arma de guerra y la diplomacia en cómplice. Y Occidente, que se ufana de encarnar los valores universales, ha optado por el cálculo antes que por la humanidad. No es neutralidad lo que está realizando la Unión Europea, es colaboración pasiva, envuelta en comunicados esterilizados y tecnocracia moral. La incongruencia es insufrible: permitir que Israel les mate de hambre con razones legales, pasar por alto que bloquee la ayuda humanitaria mientras se emiten alegatos sobre la dignidad humana. Eso no es decadencia, es pura putrefacción con medias y/o corbata.

 

En este contexto, como si la deshumanización no bastara, y por si hiciera falta aún más cinismo institucional, hace unas fechas, la jefa de la diplomacia europea, Kaja Kallas, advirtió a Israel de que “matar civiles que buscan ayuda humanitaria es indefendible”. Y antes dijo A. Y antes, B. Y antes, nada. Mediante un mensaje en redes sociales, planteó que “todas las opciones están sobre la mesa” si Israel “no cumple sus promesas”. Resulta alarmante y profundamente hipócrita, el modo en que se dosifican las advertencias, se sustituyen los verbos, se ensayan nuevos eufemismos, se matiza una condena con otra y se adorna lo insoportable con adverbios cautelosos, mientras, la realidad se desangra sin retórica. Y es que la señora Kallas, como Alta Representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, y su desvergonzada jefa Úrsula von der Leyen , Presidenta de la Comisión Europea, encarnan una diplomacia incapaz de estar a la altura moral del momento. Y no por falta de datos ni de información, sino por falta de convicción, de dignidad y de coraje. En vez de proceder con la resolución que requiere el hambre, la desesperación y asesinatos de civiles inocentes, se inclina por demorar, modular, esperar. Como si la muerte y mutilación de niños y personas inocentes por desnutrición o fuego cruzado pudiera acomodarse al calendario diplomático.

 

No hay guerra en Gaza, es mentira, nunca la hubo, hay genocidio. El que está realizando el criminal, genocida, racista y colonialista Gobierno de Benjamín Netanyahu. Y la hambruna no es el resultado de nada, la hambruna es otra de las armas del genocidio, un arma de diseño, organizada estratégicamente para matar sin tener que echar aterradoras bombas sobre una población dejada a su suerte por todo el mundo. Y es que, lo que está ocurriendo en Gaza y resto de Palestina no tiene parangón histórico. Es la inmoral vergüenza de Occidente, nuestra indecente degradación como humanidad. Creo que Gaza es el juicio final de nuestra época, y la estamos perdiendo sin tan siquiera presentar defensa. Porque no se trata ya de política exterior, ni de seguridad, ni de alianzas estratégicas: se trata del umbral más básico de la humanidad. Y lo hemos cruzado en dirección contraria. Estamos viendo morir a inocentes por inanición en directo, y seguimos enviando armas al verdugo. Eso no es “realpolitik”, es barbarie decorada de civilización. Y el precio no es solo moral. Lo que Occidente pierde en Gaza no lo recuperará con tratados ni con ayuda postconflicto. Lo que se derrumba ahí es su alma, como bien dice Josep Borrell, y quizá —solo quizá— ya no haya túnel que conduzca de vuelta. Estados Unidos, Alemania y el conjunto de la Comisión Europea son tan culpables del GENOCIDIO como Israel. Son una vergüenza para nuestra especie humana.

 

Hoy rigen las sociedades humanas una “ontología de negocios”, una “diplomacia transaccional”, que programa ganancias a gran escala. Para lo cual dibuja mapas, aniquila poblaciones, echa abajo toda la vida en nuestro planeta. Mientras unas grandes plataformas tecnológicas entretienen a la población, nos roban el tiempo, la energía y la conciencia, de manera que podamos soportar toda la crueldad inimaginable con el corazón helado. Desde mi punto de vista, creo que hemos llegado a un punto, en el que ya no se puede esperar nada de las Instituciones Internacionales.

Un punto en el que no hay la más mínima diferencia entre el sionismo y el nazismo: dos ideologías basadas en la asquerosa idea de creerse el pueblo elegido; uno, por motivos de raza; el otro, por considerarse el pueblo escogido de un concreto dios. Y, en esta dual disyuntiva, los no favorecidos son considerados como alimañas a exterminar.

 

Las tremendas y terribles imágenes que los medios de comunicación nos muestran cada día parecen pertenecer a un pasado oscuro que creíamos superado: el de los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial. Con dos diferencias notables: una, que hoy el exterminio se comete a la vista de todo el mundo; y otra, que la única diferencia entre las imágenes de Auschwitz y las del campo de exterminio de Gaza es el color.

 

Como en La náusea, la novela de J.P. Sartre, puedo decir, seguramente como otros millones de ciudadanos, que soy un hombre que se siente abrumado por un profundo sentimiento de repugnancia y vacío existencial ante comportamientos tan inhumanos y bestiales como los de Israel y sus aliados, que no quieren, pueden o saben detener. Ya no existes, Israel. Tú futuro ha quedado cancelado….

 

 

 

 

 

 

domingo, 27 de julio de 2025

Relato: Donde arde el silencio

 

El pasado nunca pasa. Es un espacio que tiene como punto de partida y final el paisaje sonoro de la vida. Y es que aquel verano del 66, grabado en mi memoria con arena y luz intensa, no se limitó a la ciudad de Villa Cisneros ni a los días de calma entre la familia y amigos. Hubo también una parte más intensa, cruda y transformadora, que me llevó a adentrarme en el corazón mismo del desierto. Y, si bien el principio de aquel viaje fue el reencuentro con mi padre y hermano a quienes no veía desde hacía casi un año, lo que vino después fue todo un descubrimiento.

 

A buen seguro, muchos, en algún momento de nuestra vida, hemos soñado con paisajes que no se ven, sino que se sienten, con pasar unas vacaciones de verano que no se viven, antes bien se descubren en un lugar donde la búsqueda de nuevas experiencias y la promesa de una transformación íntima nos cambien la vida. En mi caso, ese momento fue uno vivido en un idílico paraíso hace muchos años, el verano de 1966. Tenía entonces 21 años. Fue una experiencia irrepetible, de las que dejan huella, en la que acompañé a jóvenes oficiales y sus tropas por las entrañas ardientes del entonces llamado Sáhara Español.

 

Todo comenzó un domingo durante la comida. Entre plato y plato, mi padre comentó que al día siguiente saldría una patrulla de maniobras hacia el interior, no supe bien por qué, pero sí recuerdo que sentí el impulso de ir. Le pregunté si podía acompañarles. Me miró, primero con sorpresa, luego con una mezcla de orgullo y duda. Consultó con mi madre y, finalmente, me dijo, sin adornos: bueno. Acto seguido añadió con cierta gravedad: pero ten en cuenta que esto no es una excursión, es el desierto y no vas a tener ninguna comodidad. Asentí con la cabeza.

 

Partimos de madrugada, cuando el acuartelamiento aún era una sombra y el mundo parecía suspendido en un silencio anterior al tiempo. Tomamos la carretera del litoral, rumbo norte. Poco a poco, como un telón que se retira, fueron desapareciendo las edificaciones de Villa Cisneros. Se abrió entonces ante mí un paisaje único: a la izquierda, el Atlántico; a la derecha, la ría de Dajla. El desierto nos recibía, tras haber recorrido algo más de cuarenta kilómetros flanqueados por agua, como si antes de mostrarnos su verdadera faz quisiera acariciarnos. Tras un par de horas de viaje, hicimos la primera parada. Almorzamos cualquier cosa, simple y necesaria, satisfechos de haber avanzado, aunque el tiempo pareciera quieto. Después de la breve pausa, retomamos la marcha siguiendo las órdenes de los superiores. Fue entonces, al dejar la carretera asfaltada, cuando comenzó la auténtica expedición. Entramos en una pista de tierra, los todoterreno cabeceaban como burros obstinados, y yo miraba al horizonte intentando medir distancias que no se dejaban medir. Todo parecía igual: arena, cielo azul intenso y calor. Sin embargo, en esa repetición latía una belleza extraña, antigua, irreal. A lo largo del día apenas hicimos descansos, solo los necesarios para beber un poco de agua —si es que podía llamarse así a aquel líquido ya tibio por el sol— y para comer algo bajo el peso abrasador del aire. Con rapidez recogíamos todo y continuábamos adelante, navegando por un océano seco con brújulas y mapas, ascendiendo dunas, sorteando piedras y espejismos; la naturaleza se nos mostraba como un reflejo sin forma, irradiándonos sin misericordia.

 

Con la llegada del primer anochecer, el mundo cambió de textura. Paramos los vehículos y montamos las tiendas de campaña. El capitán al mando de la expedición, un hombre veterano de rostro curtido y mirada dura, organizó los turnos de guardia, la cena y las tareas para el día siguiente. Al poco rato, mientras los soldados descansaban o hablaban en voz baja, la oficialidad, con café y algún trago que animaba la conversación, consultaba mapas enormes, trazando la ruta que seguiríamos al amanecer. A pesar del cansancio, sabían que al alba volvería el implacable sol y que la interrumpida marcha seguiría sin tregua. Las tiendas eran de loneta gruesa y útiles para dos personas. Se dormía separados por rango, claro está, y a mí me asignaban casi siempre compartirla con un alférez, tan novato como yo, recién salido de la academia y aún sorprendido por la rudeza de aquel mundo. No obstante, en un par de ocasiones pedí dormir fuera, sobre la arena, envuelto en mantas; lo hice por el deseo de contemplar aquel increíble cielo, por ver las estrellas sin filtros. Allí, en lo alto, las constelaciones parecían más cercanas que nunca, como si el desierto me hiciera vivir más cerca del universo. Era un espectáculo imposible de olvidar. Sin embargo, no todo era belleza. El frío de la noche en el desierto era otro tipo de adversario. No venía del viento ni de la intemperie. Era una presencia envolvente, sin rostro, que se colaba en la colchoneta, en los huesos y hasta en los recuerdos. Incluso las caricias guardadas en el alma se helaban en aquella colosal soledad. Ese frío, aún hoy, regresa a mi mente en algunas madrugadas invernales y, al hacerlo, desentierra los recuerdos más íntimos. Tal vez por eso nunca he dejado de buscar calor en otros, en mí, en el mundo que me rodea, como quien intenta vencer no al clima, sino a la misma soledad.

 

Viajábamos en viejos Land Rover que rugían como bestias cansadas, abriéndose paso por caminos improbables en busca de nuestros destinos: los oasis de Edchera y Daora, que, como por arte de magia, surgieron de improviso en medio de la nada. En aquellos vergeles, la vida brotaba de golpe: altas palmeras, agua dulce y una vegetación insólita que rompía el silencio mineral del desierto. Desde el principio, la travesía tuvo algo de rito. Un rito antiguo, hecho de arena, estrellas y silencio.

 

Aquel primer viaje fue una revelación. Me enamoré del desierto. Desde entonces, cada vez que había una expedición programada, pedía permiso a mi padre y me ofrecía como voluntario para acompañarles. Necesitaba regresar a ese lugar que me despojaba de lo superfluo y me ofrecía, a cambio, una verdad más cruda y luminosa. La vida en Villa Cisneros, por su parte, era el contrapunto perfecto a la dureza del desierto. Desde mi llegada, su ritmo me atrapó. Era una ciudad que despertaba al anochecer. Los comercios y bazares estaban abiertos hasta muy tarde, las plazas se llenaban de voces y la mezcla de culturas dibujaba un escenario fascinante. Allí hice amigos entrañables: unos, hijos de empresarios; otros, profesores del instituto; algunos, jóvenes como yo, hijos de jefes u oficiales del ejército, todos compartiendo charlas interminables entre vasos de ron canario, güisqui o el delicioso té moruno con hierbabuena, que yo solía aderezar con un poco de orujo. Esa mezcla, extraña para algunos, me sabía entonces a libertad; a mí me dilataba los sentidos, sobre todo si lo bebía en buena compañía y escuchando las historias de quienes sabían mirar la vida con el mismo —o parecido— asombro con que yo lo hacía. Y así, como una joya enterrada en la arena del desierto y del tiempo, quedó aquel verano grabado en la caja fuerte de mi memoria... No por ser perfecto, sino por ser verdadero, porque allí, entre el fuego del día y el frío de la noche, aprendí a reconocer el peso de lo esencial. El desierto, con su silencio y su brutal belleza, me enseñó a mirar el cielo y el mundo con otra profundidad. Por eso, aún hoy, cuando cierro los ojos, no me sorprende encontrarme de nuevo allí, montado en un viejo Land Rover, rumbo al horizonte, mientras el sol se alza ante mis ojos y la arena comienza a arder bajo mis pies.

 

 

lunes, 14 de julio de 2025

Relato: Villa Cisneros, 1966

 

Todos los años, como si una alarma se activara en lo más hondo de mi memoria, al llegar estas fechas regresan a mí los recuerdos de aquellos veranos pasados en África. Y, entre todos, hoy, uno en particular se impone con nitidez: el del verano de 1966. Corrían los primeros días de julio. La mañana aún era fresca en aquel empezado estío en la meseta, cuando mi madre y yo, con el alma y las maletas cargadas, subimos al tren en Valladolid. Nuestro destino: Villa Cisneros, África. Aquella tierra de horizontes inmensos nos reclamaba de nuevo. Atrás quedaba la universidad, y con ella un curso ya clausurado en el archivo de mi presencia. La vida, como el tren, avanzaba sin pausa.

 

La Mañana 15.07.2025

Llegamos a la estación del Norte de Madrid, también conocida como Madrid-Príncipe Pío. Un taxi nos llevó a Barajas. El cuatrimotor de Iberia aguardaba con sus entrañas abiertas, dispuesto a trazar el arco que nos llevaría de regreso a ese otro mundo que no nos era desconocido. Casablanca nos recibió primero, como escala obligada, y allí el tiempo se estiró en la espera, como si el reloj se hubiera detenido bajo el sol. Mi madre, ansiosa por abrazar a los suyos, apenas podía disimular su impaciencia. Yo, en cambio, dejaba que las horas se me posaran encima como un polvo fino, casi sin darme cuenta. A las cinco, por fin, el viaje prosiguió, y al atardecer, cuando la luz comenzaba a dorarse, aterrizamos en Villa Cisneros. Allí estaban mi padre y mi hermano esperándonos, con ese amor que no necesita palabras. Tras los besos y abrazos, nos llevaron al hotel Sahara Regency, pues hasta el día siguiente no podríamos instalarnos en la Residencia Militar. Recuerdo aún el silencio del vestíbulo del aposento, las miradas ajenas de otros huéspedes, la mayoría españoles, que me parecieron un poco exiliados del tiempo. Supe, días más tarde, que eran empresarios, técnicos de Pescanova, profesores y algún errante viajero extranjero. En el bar del hotel flotaba una paz espesa, como suspendida en el cielo.

 

Al día siguiente, por la mañana, fueron los trinos de los pájaros los que me recordaron que el mundo seguía girando. Me asomé al balcón de la habitación del hotel. Frente a mí, una ciudad extraña y, a la vez, familiar: Villa Cisneros, o Dakhla, o ad-Dajla —“la interior, la entrada”—, un nombre para cada boca que la pronunciaba, y un latido distinto en cada una de sus entrañas. Aquel nombre resonaba como un secreto revelado. Era una ciudad pequeña, de unos 30.000 habitantes, con militares y sus familias como protagonistas, y saharauis como alma. Construida sobre una lengua de tierra, la península de Río de Oro, que parecía querer escapar del cercano desierto. No había grandes monumentos: la iglesia, la fortaleza, la telefónica, el hotel colonial, algunos establecimientos comerciales, el bar Barcelona, la mezquita… eran apenas piedras, fachadas que se desplegaban como un rincón anclado entre la historia y el mar. Y es que el alma de la ciudad estaba en otra parte: en su zoco ruidoso y aromático, en las playas doradas y tranquilas, en el paseo marítimo donde la brisa contaba historias. Por las noches, la plaza de España se vestía de fiesta. Sonaban orquestas que entremezclaban jotas y fandangos, coplas desgarradas, boleros melosos, rancheras lejanas y canciones yé-yé, mientras los cantos bereberes tejían el espíritu y esencia del lugar. El mapa de la pequeña península se alzaba como un monolito, y entre el alminar de la mezquita y el campanario de la iglesia española, parecía haberse sellado una antigua tregua.

 

Algunos días, al otro lado de la ría, donde terminaba el muelle, nos aventurábamos a buscar marisco con mi hermano y los amigos: langostas, percebes, criaturas de roca que se dejaban encontrar con una generosidad que hoy me parece mítica. Quizá por eso lo llamaban Río de Oro. Pero si algo me marcó, si algo se tatuó en mi alma en aquel verano, fueron dos cosas: el pueblo saharaui y el desierto. Y es que, la hospitalidad de aquellas gentes era un espejo donde uno podía mirarse sin miedo. Me abrían sus jaimas como quien abre el corazón, ofreciéndome dátiles, leche de camella, dulces, y el ritual sagrado del té. El primero, amargo como la vida. El segundo, dulce como el amor. El tercero, suave como la muerte. Así, en tres sorbos, comprendí una filosofía entera.

 

Y luego, el desierto. Ah, el desierto… Ese mar sin agua. Esa ausencia que lo llena todo. Esa vastedad que no necesita explicación. Las noches en él eran un templo de estrellas. El cielo, despejado como una promesa. La luna, testigo mudo de mis pensamientos más íntimos. Dormía a veces bajo su luz, envuelto en mantas y preguntas. Y, cuando soplaba el siroco, el mundo se volvía otro. El viento aullaba como un animal salvaje, y yo, con mis gafas protectoras contra el vendaval, buscaba refugio en los libros. No había más que leer y esperar. Esperar a que el aire devolviera al paisaje su forma. Aquel verano no fue un simple tránsito. Fue un umbral. Un lugar donde la arena del desierto me enseñó a mirar lo esencial, y la gente a recibir sin exigir. Fue, sin duda, otro espacio, otro mundo. Uno al que, cada vez que cierro los ojos, regreso sin avisar.

 

(Continuará)

 

 

miércoles, 2 de julio de 2025

Informe exprés de la UE: solo ha costado 60.000 muertos

 

Kaja Kallas, la liberal estonia y jefa de la diplomacia europea, ha entregado a los países de la UE el primer informe comunitario que señala al Gobierno de Netanyahu por vulnerar el Derecho Internacional. ¡¡No puede ser!! ¿En serio? ¿Cómo no se habían dado cuenta antes de lo que está haciendo Israel en Gaza? Tal vez porque, verdaderamente, no se lo esperaban de un país tan democrático como es Israel y menos sabiendo que Benjamín Netanyahu, su Presidente de Gobierno, es conocido mundialmente por su extraordinaria humanidad. Tiene que haber algún error o alguna conspiración en su contra… No me acabo de creer eso del "Incumplimientos de los derechos humanos que está haciendo Israel”, como dice el informe de la Sra. Kallas. Y además, no conforme con semejante indicio, el informe cuenta que la UE abre la puerta a revisar su relación con Israel. No sé, no sé…Desde mi punto de vista, por si acaso se equivocan en su apreciación, creo que la UE debería demorar un par de años más la decisión firme en decidir atravesar esa puerta.

 

Segre 5.07.2025
No obstante, algunos medios le recriminan a la Alta Representante de la Unión Europea que ha tardado demasiado en transcribir el citado documento. Que van con un poquito de retraso. ¡Guau!, enhorabuena por llegar a esa conclusión. Aunque creo que se han quedado un poquito cortos, ¿no? Y es que no se dan cuenta que redactar un informe cuesta un montón de tiempo, y que cuando se termina de hacerlo, pueden surgir problemas: como que falte tinta en la impresora, que luego lleguen las vacaciones y lo dejemos para después, y tal…. De todas formas, lo importante, creo yo, es que sospechan que algo debe de haber de cierto al respecto. Es señal que llevan un tiempo rondándoles la cabeza como una lejana posibilidad…. Me parece recordar que las dudas de la Sra. Kallas y demás miembros de las instituciones de la UE, sobre lo que estaba haciendo Israel en Gaza, debieron surgir a partir del niño aplastado por escombros número 16.000 más o menos. Fue entonces cuando, parece ser, comenzaron a sospechar que algo no debía ir muy fino por la Franja de Gaza en temas de DDHH. En fin, aunque tarde, menos mal que se han dado cuenta a tiempo y han sido muy rápidos tomando unas decisiones que asombran, pues han tardado solamente 20 meses. Así me gusta, que reaccionen raudos, alto y claro sobre las atrocidades que está cometiendo Israel en Gaza. ¡Congratulations!, son ustedes unos máquinas.Venga, no se demoren, que les espera el buffet libre de recompensa. Y es que esta Sra. Kallas es una visionaria. En cuanto se ha percatado de lo que ocurre en Gaza, porque se lo han dicho, ha tardado un “plis plas” en tomar cartas en el asunto; aproximadamente más que el parto de una elefanta. Sesuda conclusión después de los centenares de miles de muertos. Y es que, con elementos como esta Sra., no hace falta que Trump intente cargarse a la Unión Europea, pues la propia UE se autodestruye. Tan solo un pero, les ha faltado en el informe poner "presuntamente" o "parece ser", para dejar clara su contundencia y firmeza. En todo caso, ya puestos, ahora que parece que sus señorías han trabajado algo, ¿podrían adelantarnos qué será lo siguiente?. ¿Van a seguir enviando armas a Israel? ¿Seguirán pensando si enviarlas o no mientras Israel prosigue el genocidio palestino y la anexión de Gaza y parte de Cisjordania? La demora de los plazos ya es toda una declaración de intenciones. Las ONGs han dicho que en pocos meses pueden morir cientos de miles de personas gazatíes por la sed y la hambruna. Menos mal que han actuado con rapidez, ya que la petición del informe se hizo en mayo, lo presentaron un mes más tarde y el Consejo Europeo se ha reunido el pasado 27 de junio…Pero, tranquilos, que no decidirán nada hasta julio. ¡Bravo! Y es que dichos retrasos son un mensaje implícito a los gobiernos: nada de sanciones al democrático Estado de Israel. Pues si, por las propias dilaciones se está permitiendo que muera gente en Gaza, no se va a votar ahora rápidamente por las sanciones. Es notable, chocante y extraño, si no fuera tan trágico e inhumano, que cuando Kaja Kallas llegó al cargo reuniese un día a los ministros de exteriores y les pidiera 45.000 millones de Euros de manera urgente para Ucrania; quería que se los aprobaran ese mismo día y sin debate alguno. Es una clara muestra de que la Sra. Kallas, con su informe, permite que los países valoren si cortar o no el acuerdo con Israel, máxime ahora que ha estado, y está, en guerra con Irán. Pues, seguramente, para ella esto parecería una puñalada por la espalda.

 

Soy europeísta convencido, y creo que la UE es necesaria. Pero, cuando veo que se dedican a legislar que el tapón de plástico esté unido a la botella mediante un collarín indestructible, mientras siguen comprando petróleo y gas a la Rusia de Putín y siguen enviando armas a Israel, y diciendo que "Israel tiene derecho a defenderse", me vuelvo algo escéptico y me entran ganas de volar la Comisión Europea, el Parlamento y todos esos chiringuitos habitados por políticos con sueldos elevadísimos a quienes no conoce nadie. Disculpen la franqueza.

 

La Alta Representante y el conjunto de la UE no tienen vergüenza al ignorar y NO decir lo evidente, que es un GENOCIDIO y no la falta de Derechos Humanos, lo que está cometiendo y haciendo Israel en Gaza. ¿Cómo se puede tener tanto cinismo? ¿Todavía no se han enterado que el genocida Gobierno de Israel lleva matando gente inocente desde hace más de un año? No creo que hayan de ser muy perspicaces para comprobar lo evidente. ¿Acaso no existen certidumbres con datos concretos, hechos determinantes e impunes asesinatos, para decir sin ambages que lo que está realizando Israel sobre el pueblo de Gaza es un genocidio, un apartheid y una eliminación étnica? Pues parece ser que NO. Que, de momento, sólo son "señales". Sesudo informe, para justificar lo injustificable después de más de 60.000 asesinatos. Pero claro, ya sabemos cómo funciona la UE, la medicina llegará después de la muerte. O como diría el viejo proverbio latino: Post mortem medicina. Tras la tumba, llegaran, —muy tarde— los valores.