El pasado nunca pasa. Es un espacio que tiene como punto de partida y final el paisaje sonoro de la vida. Y es que aquel verano del 66, grabado en mi memoria con arena y luz intensa, no se limitó a la ciudad de Villa Cisneros ni a los días de calma entre la familia y amigos. Hubo también una parte más intensa, cruda y transformadora, que me llevó a adentrarme en el corazón mismo del desierto. Y, si bien el principio de aquel viaje fue el reencuentro con mi padre y hermano a quienes no veía desde hacía casi un año, lo que vino después fue todo un descubrimiento.
A buen seguro, muchos, en algún momento de nuestra vida, hemos soñado con paisajes que no se ven, sino que se sienten, con pasar unas vacaciones de verano que no se viven, antes bien se descubren en un lugar donde la búsqueda de nuevas experiencias y la promesa de una transformación íntima nos cambien la vida. En mi caso, ese momento fue uno vivido en un idílico paraíso hace muchos años, el verano de 1966. Tenía entonces 21 años. Fue una experiencia irrepetible, de las que dejan huella, en la que acompañé a jóvenes oficiales y sus tropas por las entrañas ardientes del entonces llamado Sáhara Español.
Todo comenzó un domingo durante la comida. Entre plato y plato, mi padre comentó que al día siguiente saldría una patrulla de maniobras hacia el interior, no supe bien por qué, pero sí recuerdo que sentí el impulso de ir. Le pregunté si podía acompañarles. Me miró, primero con sorpresa, luego con una mezcla de orgullo y duda. Consultó con mi madre y, finalmente, me dijo, sin adornos: bueno. Acto seguido añadió con cierta gravedad: pero ten en cuenta que esto no es una excursión, es el desierto y no vas a tener ninguna comodidad. Asentí con la cabeza.
Partimos de madrugada, cuando el acuartelamiento aún era una sombra y el mundo parecía suspendido en un silencio anterior al tiempo. Tomamos la carretera del litoral, rumbo norte. Poco a poco, como un telón que se retira, fueron desapareciendo las edificaciones de Villa Cisneros. Se abrió entonces ante mí un paisaje único: a la izquierda, el Atlántico; a la derecha, la ría de Dajla. El desierto nos recibía, tras haber recorrido algo más de cuarenta kilómetros flanqueados por agua, como si antes de mostrarnos su verdadera faz quisiera acariciarnos. Tras un par de horas de viaje, hicimos la primera parada. Almorzamos cualquier cosa, simple y necesaria, satisfechos de haber avanzado, aunque el tiempo pareciera quieto. Después de la breve pausa, retomamos la marcha siguiendo las órdenes de los superiores. Fue entonces, al dejar la carretera asfaltada, cuando comenzó la auténtica expedición. Entramos en una pista de tierra, los todoterreno cabeceaban como burros obstinados, y yo miraba al horizonte intentando medir distancias que no se dejaban medir. Todo parecía igual: arena, cielo azul intenso y calor. Sin embargo, en esa repetición latía una belleza extraña, antigua, irreal. A lo largo del día apenas hicimos descansos, solo los necesarios para beber un poco de agua —si es que podía llamarse así a aquel líquido ya tibio por el sol— y para comer algo bajo el peso abrasador del aire. Con rapidez recogíamos todo y continuábamos adelante, navegando por un océano seco con brújulas y mapas, ascendiendo dunas, sorteando piedras y espejismos; la naturaleza se nos mostraba como un reflejo sin forma, irradiándonos sin misericordia.
Con la llegada del primer anochecer, el mundo cambió de textura. Paramos los vehículos y montamos las tiendas de campaña. El capitán al mando de la expedición, un hombre veterano de rostro curtido y mirada dura, organizó los turnos de guardia, la cena y las tareas para el día siguiente. Al poco rato, mientras los soldados descansaban o hablaban en voz baja, la oficialidad, con café y algún trago que animaba la conversación, consultaba mapas enormes, trazando la ruta que seguiríamos al amanecer. A pesar del cansancio, sabían que al alba volvería el implacable sol y que la interrumpida marcha seguiría sin tregua. Las tiendas eran de loneta gruesa y útiles para dos personas. Se dormía separados por rango, claro está, y a mí me asignaban casi siempre compartirla con un alférez, tan novato como yo, recién salido de la academia y aún sorprendido por la rudeza de aquel mundo. No obstante, en un par de ocasiones pedí dormir fuera, sobre la arena, envuelto en mantas; lo hice por el deseo de contemplar aquel increíble cielo, por ver las estrellas sin filtros. Allí, en lo alto, las constelaciones parecían más cercanas que nunca, como si el desierto me hiciera vivir más cerca del universo. Era un espectáculo imposible de olvidar. Sin embargo, no todo era belleza. El frío de la noche en el desierto era otro tipo de adversario. No venía del viento ni de la intemperie. Era una presencia envolvente, sin rostro, que se colaba en la colchoneta, en los huesos y hasta en los recuerdos. Incluso las caricias guardadas en el alma se helaban en aquella colosal soledad. Ese frío, aún hoy, regresa a mi mente en algunas madrugadas invernales y, al hacerlo, desentierra los recuerdos más íntimos. Tal vez por eso nunca he dejado de buscar calor en otros, en mí, en el mundo que me rodea, como quien intenta vencer no al clima, sino a la misma soledad.
Viajábamos en viejos Land Rover que rugían como bestias cansadas, abriéndose paso por caminos improbables en busca de nuestros destinos: los oasis de Edchera y Daora, que, como por arte de magia, surgieron de improviso en medio de la nada. En aquellos vergeles, la vida brotaba de golpe: altas palmeras, agua dulce y una vegetación insólita que rompía el silencio mineral del desierto. Desde el principio, la travesía tuvo algo de rito. Un rito antiguo, hecho de arena, estrellas y silencio.
Aquel primer viaje fue una revelación. Me enamoré del desierto. Desde entonces, cada vez que había una expedición programada, pedía permiso a mi padre y me ofrecía como voluntario para acompañarles. Necesitaba regresar a ese lugar que me despojaba de lo superfluo y me ofrecía, a cambio, una verdad más cruda y luminosa. La vida en Villa Cisneros, por su parte, era el contrapunto perfecto a la dureza del desierto. Desde mi llegada, su ritmo me atrapó. Era una ciudad que despertaba al anochecer. Los comercios y bazares estaban abiertos hasta muy tarde, las plazas se llenaban de voces y la mezcla de culturas dibujaba un escenario fascinante. Allí hice amigos entrañables: unos, hijos de empresarios; otros, profesores del instituto; algunos, jóvenes como yo, hijos de jefes u oficiales del ejército, todos compartiendo charlas interminables entre vasos de ron canario, güisqui o el delicioso té moruno con hierbabuena, que yo solía aderezar con un poco de orujo. Esa mezcla, extraña para algunos, me sabía entonces a libertad; a mí me dilataba los sentidos, sobre todo si lo bebía en buena compañía y escuchando las historias de quienes sabían mirar la vida con el mismo —o parecido— asombro con que yo lo hacía. Y así, como una joya enterrada en la arena del desierto y del tiempo, quedó aquel verano grabado en la caja fuerte de mi memoria... No por ser perfecto, sino por ser verdadero, porque allí, entre el fuego del día y el frío de la noche, aprendí a reconocer el peso de lo esencial. El desierto, con su silencio y su brutal belleza, me enseñó a mirar el cielo y el mundo con otra profundidad. Por eso, aún hoy, cuando cierro los ojos, no me sorprende encontrarme de nuevo allí, montado en un viejo Land Rover, rumbo al horizonte, mientras el sol se alza ante mis ojos y la arena comienza a arder bajo mis pies.
Hola, Juan Antonio, buenas noches
ResponderEliminarTu brillantez es exquisita cuando te vuelves intimista y cuentas tus emociones, sensaciones, vivencias. Igual que el primer atículo que escribiste de Villa Cisneros este también demuestra tu sensibilidad cuando vives experiencias únicas que no sueles repetirse en cantidad a lo largo de una vida. El hecho de que al cabo de muchos años explicas, como si fuera ayer, estos momentos demuestra el como quedan grabados en tu memoria todos estos bellos recuerdos. De nuevo felicidades.
Un abrazo.
Ramón Morell
Me gustó tu segundo artículo Juan Antonio, me he permitido mandarlo a dos personas más, una que leyó la primera parte y le gustó y la otra, estuvo trabajando dos años en Libia en tiempos de Gadafi ,como geómetra y me contó el magnetismo que tiene el desierto.
ResponderEliminarUn abrazo.
Miguel Soto.
Maravilloso. He disfrutado mucho leyéndolo.
ResponderEliminarTe ha pasado como a Cervantes con D. Quijote: la segunda parte no solo fue buena, sino que fue mejor que la primera.
Un abrazo.
Jaime Martínez
Muy bonito. Estas aventuras siempre quedan en la memoria.
ResponderEliminarAntonio Puig
Magnífico. No solo porque está muy bien expresado sino, sobre todo, por estar maravillosamente sentido: el desierto, de día y de noche principalmente de noche.
ResponderEliminarUn viaje hicimos a El Aaium, cayó chaparrón antes de ir a BuCraa, de día. Y unos días pasamos en Fuerteventura, junto a las dunas y playas de Morro Jable. Ni de lejos tus experiencias.
Me ha gustado mucho.
Pepe Pascual
Juan Antonio,
ResponderEliminarUn relato plagado de belleza nostálgica y de recreación de una belleza magnificada en tu edad adulta.
Un abrazo y continúa escribiendo y deleitándonos con tu prosa.
Buenas noches y un abrazo para ti y otro para Rosa.
Pili Barrabés
¡Qué tono tan precioso has captado! Enhorabuena.
ResponderEliminarBesos
Mercedes Manzanares
Fantástico relato. Un privilegio disfrutar de esas experiencias.
ResponderEliminarMagda Sellarés
Da gusto leer estos relatos, me transporta a esos escenarios tan ricos y un poco conocidos.
ResponderEliminarSantiago Méntrida
¡ Qué memoria tienes, chico! Y qué bien narras tus vivencias. Haces bonito hasta al desierto con su aridez y dureza. Enhorabuena.
ResponderEliminarAntonio Rojas
Buenos días, me ha gustado mucho tu escrito, no es nada melancólico.
ResponderEliminarSantiago Fernández
Hay recuerdos de momentos vividos, que son imborrables.
ResponderEliminarSon vivencias, que acariciaron tu alma juvenil y que, recordándolas, continúan acariciándola, dejando en ella aquel color dorado del desierto y aquella calma nocturna del mismo, que hace que tus ojos se cierren, para sentirlo con más intensidad, guardándolo en tu mente, como tesoro exquisito y único.
Una maravilla poder disfrutarlo.
Gracias por hacerme partícipe de algo tan bonito.
Un abrazo,
Magda Díez
Buenos días muy chulo el relato, como siempre tío, con todo lujo dé detalles.
ResponderEliminarNacho Valero
Buenos días J.A.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho el relato que haces de los recuerdos en tu juventud. La experiencia de tus vivencias en los lugares que describes uno se imagina la gran belleza del desierto.
Un abrazo
Anna García
Buenos días Juan Antonio, tu articulo es magnífico. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarManel Pulido
Es un artículo precioso. Tienes una gran habilidad descriptiva que no sólo abarca los paisajes sino también las vivencias, recuerdos y sentimientos. Gracias por compartir.
ResponderEliminarElena Novo