Todos los años, como si una alarma se activara en lo más hondo de mi memoria, al llegar estas fechas regresan a mí los recuerdos de aquellos veranos pasados en África. Y, entre todos, hoy, uno en particular se impone con nitidez: el del verano de 1966. Corrían los primeros días de julio. La mañana aún era fresca en aquel empezado estío en la meseta, cuando mi madre y yo, con el alma y las maletas cargadas, subimos al tren en Valladolid. Nuestro destino: Villa Cisneros, África. Aquella tierra de horizontes inmensos nos reclamaba de nuevo. Atrás quedaba la universidad, y con ella un curso ya clausurado en el archivo de mi presencia. La vida, como el tren, avanzaba sin pausa.
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La Mañana 15.07.2025 |
Llegamos a la estación del Norte de Madrid, también conocida como Madrid-Príncipe Pío. Un taxi nos llevó a Barajas. El cuatrimotor de Iberia aguardaba con sus entrañas abiertas, dispuesto a trazar el arco que nos llevaría de regreso a ese otro mundo que no nos era desconocido. Casablanca nos recibió primero, como escala obligada, y allí el tiempo se estiró en la espera, como si el reloj se hubiera detenido bajo el sol. Mi madre, ansiosa por abrazar a los suyos, apenas podía disimular su impaciencia. Yo, en cambio, dejaba que las horas se me posaran encima como un polvo fino, casi sin darme cuenta. A las cinco, por fin, el viaje prosiguió, y al atardecer, cuando la luz comenzaba a dorarse, aterrizamos en Villa Cisneros. Allí estaban mi padre y mi hermano esperándonos, con ese amor que no necesita palabras. Tras los besos y abrazos, nos llevaron al hotel Sahara Regency, pues hasta el día siguiente no podríamos instalarnos en la Residencia Militar. Recuerdo aún el silencio del vestíbulo del aposento, las miradas ajenas de otros huéspedes, la mayoría españoles, que me parecieron un poco exiliados del tiempo. Supe, días más tarde, que eran empresarios, técnicos de Pescanova, profesores y algún errante viajero extranjero. En el bar del hotel flotaba una paz espesa, como suspendida en el cielo.
Al día siguiente, por la mañana, fueron los trinos de los pájaros los que me recordaron que el mundo seguía girando. Me asomé al balcón de la habitación del hotel. Frente a mí, una ciudad extraña y, a la vez, familiar: Villa Cisneros, o Dakhla, o ad-Dajla —“la interior, la entrada”—, un nombre para cada boca que la pronunciaba, y un latido distinto en cada una de sus entrañas. Aquel nombre resonaba como un secreto revelado. Era una ciudad pequeña, de unos 30.000 habitantes, con militares y sus familias como protagonistas, y saharauis como alma. Construida sobre una lengua de tierra, la península de Río de Oro, que parecía querer escapar del cercano desierto. No había grandes monumentos: la iglesia, la fortaleza, la telefónica, el hotel colonial, algunos establecimientos comerciales, el bar Barcelona, la mezquita… eran apenas piedras, fachadas que se desplegaban como un rincón anclado entre la historia y el mar. Y es que el alma de la ciudad estaba en otra parte: en su zoco ruidoso y aromático, en las playas doradas y tranquilas, en el paseo marítimo donde la brisa contaba historias. Por las noches, la plaza de España se vestía de fiesta. Sonaban orquestas que entremezclaban jotas y fandangos, coplas desgarradas, boleros melosos, rancheras lejanas y canciones yé-yé, mientras los cantos bereberes tejían el espíritu y esencia del lugar. El mapa de la pequeña península se alzaba como un monolito, y entre el alminar de la mezquita y el campanario de la iglesia española, parecía haberse sellado una antigua tregua.
Algunos días, al otro lado de la ría, donde terminaba el muelle, nos aventurábamos a buscar marisco con mi hermano y los amigos: langostas, percebes, criaturas de roca que se dejaban encontrar con una generosidad que hoy me parece mítica. Quizá por eso lo llamaban Río de Oro. Pero si algo me marcó, si algo se tatuó en mi alma en aquel verano, fueron dos cosas: el pueblo saharaui y el desierto. Y es que, la hospitalidad de aquellas gentes era un espejo donde uno podía mirarse sin miedo. Me abrían sus jaimas como quien abre el corazón, ofreciéndome dátiles, leche de camella, dulces, y el ritual sagrado del té. El primero, amargo como la vida. El segundo, dulce como el amor. El tercero, suave como la muerte. Así, en tres sorbos, comprendí una filosofía entera.
Y luego, el desierto. Ah, el desierto… Ese mar sin agua. Esa ausencia que lo llena todo. Esa vastedad que no necesita explicación. Las noches en él eran un templo de estrellas. El cielo, despejado como una promesa. La luna, testigo mudo de mis pensamientos más íntimos. Dormía a veces bajo su luz, envuelto en mantas y preguntas. Y, cuando soplaba el siroco, el mundo se volvía otro. El viento aullaba como un animal salvaje, y yo, con mis gafas protectoras contra el vendaval, buscaba refugio en los libros. No había más que leer y esperar. Esperar a que el aire devolviera al paisaje su forma. Aquel verano no fue un simple tránsito. Fue un umbral. Un lugar donde la arena del desierto me enseñó a mirar lo esencial, y la gente a recibir sin exigir. Fue, sin duda, otro espacio, otro mundo. Uno al que, cada vez que cierro los ojos, regreso sin avisar.
(Continuará)
¡Enhorabuena!. Muy bonito. Todo un privilegio poder vivir esas experiencias.
ResponderEliminarMagda Sellarés
Precioso, lleno de sentimiento.
ResponderEliminarRosa Acebal
Me ha encantado. Se vive conforme se lee. Fantástico.
ResponderEliminarCarmen Rengel
Gran artículo! Felicidades!
ResponderEliminarUn abrazo
Mª Eugenia
Muy buenos y bellos recuerdos.
ResponderEliminarBuenas noches,
Antonio Puig
¡Gracias por regalarme tus exóticos recuerdos !
ResponderEliminarBuenas noches Juan Antonio
Pili Obre
Muchas gracias por estas palabras que relatan historias como si fueran cuentos. Me han ayudado a recordar uno de mis viajes a Marruecos, concretamente el que fuimos con el grupo de montañismo de Repsol a coronar los 4 miles del Atlas, los guías que nos ayudaban a transportar el material, al regresar nos alojaron en una de sus casas, nos prepararon de cena un maravilloso cuscús en una habitación donde luego dormimos sobre unas enormes alfombras, a la mañana siguiente, fuimos testigos de sus condiciones de vida, no vimos a sus mujeres, en la misma vivienda tenían a las cabras y ovejas, las calles de barro, pero la alegría de los niños correteando le daban el sentido a ese tipo de vida. Si conocer otras culturas es la mejor universidad de la vida.
ResponderEliminarSantiago Méntrida
Buenos días ! Acabo de leer tu ultimo artículo sobre tu llegada a África me ha parecido precioso. Describes con tanto realismo tus vivencias y recuerdos que me he sentido transportada a los lugares que fueron tan importantes para ti.
ResponderEliminarUn abrazo.
Anna García
Qué bonito artículo. Me ha encantado y mientras tanto, qué pena da ver a los ricos como se reparten el mundo mientras los pobres se mueren de hambre que injusto es este mundo que hemos creado.
ResponderEliminarSarito Gaspar
¡Qué bonitos recuerdos ! Espero la continuación.
ResponderEliminarGracias.
Marga López
M’agradat llegir el teu article. No he estat mai a Vil·la Cisneros ni al desert, però amb la teva redacció fas que les emocions que transmet el paissatge sembla com si les visquessim.
ResponderEliminarGràcies per compartir
Ton Solé
Buenos días, ya lo leí ayer. ¿Qué que quieres que te diga?, llevo muchos años leyendo e impregnándome de tu melancolía con los bonitos años de tu adolescencia y que tan buenos recuerdos tienes, es verdad que te lleva a recordar a tus padres y hermano, el texto es a lo que me tienes acostumbrado, una fuente de añoranza escrita con tú lado mas intimo y poético.
ResponderEliminarSantiago Fernández
Holaaa,
ResponderEliminarAcabo de llegir l'article que has enviat avui.
Una delícia tan ben descrita que t'he vist allí. Un noi curiós, observador, estimat que descobreix un altre món ple de poesia, natura i aventura.
En fi, una delícia!!
Gràcies!!
Joana Companys
Muy bien estructurado y, como siempre, poético y bello.
ResponderEliminarMirta Pristisimone
Buenos días Tío.
ResponderEliminarMuy chulos los recuerdos de tu juventud. Siempre me cuesta creer como te puedes acordar con tanta nitidez de todos esos regresos hacia atrás en tus pensamientos. Es increíble, porque yo apenas me acuerdos que hice hace dos días jajajaja.
Un beso
Nacho Valero González
Bravo, Juan Antonio,
ResponderEliminarMuy agradecido de recibir este retazo de memorias al que has dejado la promesa de dar continuidad.
No sabes cuánto me hubiera gustado recorrer aquélla plaza de España tan evocadora en sonidos y en culturas diferentes, aunque ha sido la vertiente aventurera a la búsqueda de criaturas marinas la que me ha traído recuerdos de infancia y de la literatura, me ha transportado hasta Las inquietudes de Santhi Andía, cuando realizaba incursiones con los amigos cerca de la cueva de Izarra.
Un abrazo
Miguel Ángel Cerviño
Muy bonito. Se ve que lo viviste muy intensamente.
ResponderEliminarEspero la continuación.
Un abrazo.
Jaime Martínez
Esas hormonas de la adolescencia, que se conservan durante toda la existencia y que, su alboroto, reposa con el tiempo; no obstante, no sabiendo por qué y cíclicamente, se revolucionan para que recuerdes y no olvides, aquellos maravillosos años vividos con amor y libertad, física y mental; con añoranza también, pero, el paso del tiempo es implacable, aunque seguro, te ha aportado otras vivencias fantásticas, diferentes, algunas dolorosas, otras para ir tirando y muchísimas bañadas de felicidad. Que estas muchísimas, se sigan cumpliendo "Poeta".
ResponderEliminarGracias por compartir estos sentimientos tan íntimos.
Un abrazo
Magda Díez
Buenas tardes, Juan Antonio.
ResponderEliminarTodos los artículos en los que recuerdas tu infancia son fabulosos. Yo no conozco Marruecos, pero cuando leo tus artículos percibo una geografía, percibo un territorio nuevo, lo vivo, sin embargo, como si allí estuviera. Explicas de una forma tan real tus emociones y sensaciones que para el lector le resulta muy fácil hacerse una idea, más que aproximada, de la realidad que estás contando. Felicidades, una vez más.
Un abrazo.
Ramón Morell
Hola Juan Antonio. Veo que te has alejado de los problemas del mundo actual, para regresar al mundo mítico de los recuerdos del pasado, con tu elegancia de estilo, proporcionando una información amena, para los que somos ajenos al paisaje i paisanage que explicas.
ResponderEliminarComo te he comentado siempre, acumulas una red de vivencias que merece ser contada y trasmitida. Felicidades por tu escrito.
Un afectuoso saludo.
Jordi Testar
Habitualmente en verano das rienda suelta a tus recuerdos más íntimos y entrañables de tu infancia y juventud y son realmente bonitos.
ResponderEliminarManel Pulido