Los libros son esas imaginarias puertas de papel y tinta que nos abren a infinitos mundos, que nos invitan a viajar sin movernos, a explorar desconocidos espacios y realidades, y a descubrir nuestros más íntimos secretos. Sirven para vivir, para hablar y estar con ellos. Yo, desde hace muchos años, casi tantos como los que tengo, me acerco la mayoría de los días a la pequeña biblioteca de mi casa que a lo largo de los años he ido construyendo. Me detengo, los contemplo y dirigiéndome a ellos les doy los buenos días, tardes o noches, según sea el momento. Y seguidamente, tras esta rutina, escojo uno y, a veces, le pregunto: ¿A ver, tú de qué vas?, pues, en ocasiones, su trama apenas recuerdo. Entonces, ceremoniosa y lentamente, me acomodo en el antiguo butacón giratorio de madera del despacho que hay junto a ellos, lo abro y le digo: Tu cara me suena, y nada más comenzar a leerlo, me sumerjo en un torbellino de palabras y siento cómo su historia me abraza de nuevo. Y, como un viejo amigo que nunca se fue, descubro una vez más que he cruzado el umbral hacia otro universo, revelándome secretos que yacían dormidos en el eco de mis pensamientos. Y es que los libros no solo contienen palabras, sino que, además, como un espejo, nos devuelven la imagen de quienes fuimos al encontrarlos y, por primera vez, leerlos; así como la esencia de lo que ahora somos en esos momentos.
Obviamente, aunque hablo con los libros cuando voy a mi librería habitual a explorar nuevas lecturas y también lo hago esporádicamente en los tiempos muertos de los espacios de espera de consultorios médicos, estaciones y aeropuertos, con los que tengo en mi casa es con los que más converso, pues me resultan los más queridos y cercanos. Y es que, para mí, los libros son como animales domésticos, pues los manoseo al igual que a los gatos, y tal vez por eso les gusta que les acaricie y toque el lomo. A veces vagabundean y andan sueltos por la casa: unos días van al salón, otros al despacho. En ocasiones, simplemente les cambio de sitio; los bajo un piso en el anaquel donde se encuentran, y siento que me protestan y no paran de hacerlo hasta que les devuelvo al lugar y posición original de ellos. En esos momentos, cuando ocurren tales hechos, siempre les digo algo amable, aunque no tengo claro que me vayan a entender. O quizás sí me entienden, y lo que ocurre es que los libros no están todos los días de humor para estar con nosotros. Probablemente por eso, a menudo empezamos un libro, no nos hace caso, y tenemos que esperar a otro momento.
A lo largo de mi vida, me he encontrado con libros que unas veces me han contado ciertas cosas y años después otras diferentes. No obstante, tengo claro que los libros nunca cambian de opinión, sino que somos nosotros los que evolucionamos con el tiempo. Eso me ha pasado con algunos, como 1984 de Orwell que, al leerlo con veintipocos años, me pareció una historia distópica e impactante sobre un mundo controlado por un gobierno opresivo y, sin embargo, al releerlo no hace mucho tiempo, he comprendido su advertencia sobre la memoria histórica, la pérdida de la identidad y cómo la libertad puede desvanecerse sin que nos demos cuenta, en cualquier momento. Otro tanto me ha ocurrido con En busca del tiempo perdido de Proust, con el que he pasado de identificarme con las reflexiones sobre el amor, la percepción del tiempo y la manera en que los recuerdos moldean nuestra vida, a ser consciente de cómo el tiempo realmente se pierde, cómo la memoria es selectiva y engañosa y cómo nuestra vida está compuesta por momentos efímeros que solo comprendemos cuando ya han pasado. Y, asimismo, me ha sucedido con Don Quijote de la Mancha, de nuestro inmortal Cervantes, que me obligaron a leer, siendo aún adolescente, los frailes HH. Maristas en mis años de bachillerato, como si fuese una novela de aventuras cómica sobre un hidalgo manchego que confunde la realidad con la fantasía. Y, ya de mayor, la historia de aquel loco tan cuerdo, llamado Alonso Quijano, se volvió melancólica y me hizo sentir la nostalgia por lo que fui, la imposibilidad de regresar a la juventud y la resignación ante la realidad; pues Sancho y Quijote ya no son solo personajes, sino dos facetas de mi propia existencia. Y es que algunos libros son faros construidos en el vasto mar del tiempo, que nos hacen cambiar la mirada cada vez que los leemos, y llega un momento en el que más que leerse, se viven. Todo depende de nuestra disposición a dejarnos transformar por ellos en cada etapa de la vida en la que nos encontremos.
Y todo esto ocurre porque en los libros, además de un auténtico crisol de personajes, tanto reales como imaginarios, que despliegan entre sus páginas historias y acontecimientos, habitan, como moradores esenciales, otras personas que les dan vida: el autor que los concibe; el lector que interactúa con el texto, lo comprende y da significado a las palabras escritas aportando su propia perspectiva; y, en muchas ocasiones, también el traductor, ese artífice de puentes entre lenguas que, sin alterar su esencia, les otorga una renovada voz. Y es que tal es la inmensa riqueza y diversidad de personajes que habitan en los libros que una sola vida se queda corta para llegar a conocerlos a todos en profundidad.
Así que este 23 de Abril, Día del Libro y Sant Jordi, celebra el poder de las palabras, déjate llevar por esas historias que como faros en la oscuridad guían nuestros pensamientos y alimentan nuestros sueños, compra libros, regala rosas, y hazte con ese tesoro literario que espera iluminar tu vida, abrir tus horizontes y despertar tu imaginación; porque, como decía Jorge Luis Borges: « Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca ».