Mientras Europa eleva su gasto militar al ritmo que dicta Washington, el verdadero beneficiario del rearme no está en Bruselas ni en Berlín, sino al otro lado del Atlántico y también en Pekín. En este contexto, Donald Trump, tras la cumbre de la OTAN, ha reprochado a España su negativa a elevar el gasto en defensa al 5% del PIB y ha amenazado con represalias comerciales si no lo hace. Sin embargo, a pesar de las coacciones, Pedro Sánchez ha mantenido una apuesta por la contención, reafirmando la soberanía presupuestaria, y dejando claro que España decide sus niveles de gasto de acuerdo a sus propias evaluaciones estratégicas, económicas y sociales.
En este escenario, la seguridad europea se ha convertido en un lucrativo negocio que podría debilitar, más que reforzar, a los países miembros de la UE. Y es que desde la perspectiva de Washington, la ecuación es clara: si los países europeos destinan el 5% de su PIB al gasto de la OTAN en defensa, se abriría una corriente de transferencias económicas anuales que podrían llegar hasta los 300.000 millones de dólares hacia la industria militar estadounidense. Esta dinámica permitiría recortar entre un 30% y un 40% el déficit comercial entre ambas orillas del Atlántico en tan solo diez años, transformando así la noción de “seguridad europea” en uno de los negocios más lucrativos de la era actual.
Sin embargo, bajo esta lógica de beneficios inmediatos se esconden riesgos sistémicos de largo alcance. Aunque en el corto plazo esta estrategia puede reforzar la demanda de dólares como moneda de reserva, el aumento constante del gasto militar y la presión sobre la deuda pública de los EE.UU, empeorada por el incremento de los tipos de interés, podría minar la credibilidad global en la solidez del dólar. Y este hecho, entiendo que llevaría la Administración Americana a un punto crítico, ya que la primacía financiera de EE. UU. depende en gran medida de la credibilidad que le otorgan los inversores extranjeros, responsables de financiar cerca de un tercio de su deuda soberana. Y, si esa credibilidad se erosiona, el entramado financiero que sostiene el poder global de Estados Unidos podría comenzar a desestabilizarse, desencadenando reacciones de alcance incierto y potencialmente disruptivo.
De hecho, por encima de las guerras visibles, ya sean militares, comerciales o tecnológicas, se libra otra más silenciosa pero determinante: la batalla por el control de la moneda dominante en la economía global mundial en los próximos años venideros. En este terreno, China ha avanzado sin estridencias, beneficiándose de un escenario donde el desgaste y la fragmentación del bloque occidental parecen jugar a su favor. Pues, como suele decirse, el verdadero beneficiado no es quien dispara, sino quien capitaliza el desgaste ajeno.
En medio de este complejo tablero, Europa aparece como la pieza más vulnerable. Reducida a depender de importaciones militares, termina costeando el declive de su propia influencia geoestratégica. Mientras las potencias compiten, el Viejo Continente parece condenado a la irrelevancia. Este contexto recuerda a una especie de reparto informal del mundo al estilo de una ficción mafiosa global, en la que Estados Unidos, China y Rusia ejercen presiones cruzadas para moldear el futuro a su medida. Y, en este guion, la figura de Vladimir Putin actúa como catalizador. Dado que su ofensiva en Ucrania ha empujado a gran parte de las capitales europeas, de Berlín a Varsovia, a incrementar con urgencia y determinación sus gastos en defensa, con un efecto dominó que empuja a todos los países del continente europeo integrados en la OTAN. Y es que, Putin, en esta ecuación, resulta ser tanto un aliado coyuntural del ultranacionalismo autoritario y populista norteamericano del Presidente Trump, como un socio estratégico del avance chino. Su papel ha sido instrumental en provocar una reorganización del equilibrio euroasiático, capitalizando las fracturas internas de Europa y fortaleciendo su influencia mediante la amenaza constante. Y, paradójicamente, este impulso al rearme ha logrado, por una parte, cohesionar a la Unión Europea frente a desafíos externos, pero también ha evidenciado su fragilidad estratégica y su subordinación geoeconómica. Europa está fortaleciendo su capacidad militar, pero lo hace sacrificando su independencia, inmersa en complejas interdependencias y sin una estrategia definida que oriente sus pasos. Por eso, cuando desde EE. UU. se caricaturiza a Europa como un actor débil o “patético”, como ha hecho Trump en más de una ocasión, la respuesta no debería ser solo indignación, sino también una seria reflexión sobre cuán ciertas son esas palabras.
Europa se rearma, sí, pero no lidera. Invierte, pero no decide. Se cohesiona, pero no por voluntad propia, sino arrastrada por amenazas externas y agendas ajenas. Si no redefine pronto su autonomía estratégica, la UE corre el riesgo de convertirse en un mero espectador de su propio declive. Y es que, como advirtió Tucídides, en su historia sobre la decadencia de las polis griegas: “El secreto de la libertad es la valentía.” Y hoy, más que nunca, Europa necesita el coraje de actuar por sí misma, antes de que su dependencia se consolide como destino.