En España, la corrupción no es un accidente, sino una coreografía bien ensayada. Primero cae el asesor, luego dimite el político secundario, mientras la imagen pública del escándalo se gestiona con registros a sede de partido en horario de máxima audiencia. Pero el poder real permanece intacto. Hablo, no el poder que ocupa escaños, sino el otro, el real, el que firma contratos desde los consejos de administración. Ahí donde no entran los jueces con órdenes, sino los directivos con trajes impecables y contratos blindados.
De hecho, ¿habrá quien se atreva a examinar las cuentas de las grandes constructoras? ¿A impedir que Ferrovial, ACS, Sacyr, OHLA o FCC y algunas otras más, sigan beneficiándose de adjudicaciones públicas tras años de sobrecostes, comisiones encubiertas y favores que se devuelven en forma de modificaciones contractuales? No sucederá, no, lo estoy y estamos seguros casi todos los ciudadanos. Porque abrir esa puerta significaría reconocer lo evidente: que no hay separación entre política y empresa, sino una simbiosis cuidadosamente mantenida a lo largo de los años.
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Segre 23.06.2025 |
Y es que, aunque nos cueste aceptarlo, las constructoras y otras grandes empresas no son meras financiadoras de la política, sino diseñadoras del poder político. No solo erigen carreteras o edificios, sino que estructuran relaciones, aseguran influencias y determinan quién prospera en el ecosistema de lo público. En este modelo, la corrupción no se esconde en sobres o bolsas, sino en cláusulas legales, en licitaciones perfectamente empaquetadas y en modificaciones contractuales que disfrazan el sobreprecio. Por eso las investigaciones judiciales apenas rozan la superficie del problema. Se castiga, sí, al intermediario, pero se premia a la empresa que pagó el soborno con un nuevo contrato. Se inhabilita al alcalde, pero no se toca a la compañía que facilitó la irregularidad. Porque si mañana las leyes se aplicaran con la misma severidad que a los pequeños negocios o a todos los que somos ciudadanos comunes, medio Ibex quedaría vetado de la obra pública.
Y así, de esta manera, la maquinaria sigue funcionando. Y cada crisis política es una oportunidad para reajustar estrategias sin modificar el fondo del asunto. Se publican reformas, se endurecen normativas, pero los beneficiarios del negocio siguen siendo los mismos. El dinero no desaparece, solo cambia de cauce, moviéndose con la precisión de quienes saben que su influencia es demasiado grande para caer. Y, mientras tanto, el ciudadano contempla con impotencia el espectáculo, y ve con estupor que el sistema se renueva bajo otra etiqueta: digitalización, sostenibilidad, eficiencia. Se moderniza la estructura, pero no la cultura. La corrupción no necesita ocultarse, porque ha aprendido a disfrazarse de desarrollo y de progreso, garantizando su continuidad bajo nuevos términos que nadie se atreve a cuestionar. Porque de hacerlo, de investigar judicialmente hasta el fondo y condenar severamente a los verdaderos culpables, ¿entonces qué?, ¿quién levantaría hospitales, construiría carreteras o gestionaría grandes infraestructuras? La pregunta es incómoda porque revela la mayor de las impunidades: aquella que no necesita ocultarse, la que se institucionaliza como parte del sistema. La que, lejos de ser perseguida, es respetada.
Esta dinámica de impunidad no solo erosiona la confianza en las instituciones, sino que también perpetúa un ciclo vicioso donde la ética es sacrificada en aras de la eficiencia y el crecimiento económico. La sociedad, anestesiada por la complejidad de los entramados y la magnitud de los intereses, termina aceptando tácitamente un status quo que beneficia a unos pocos y perjudica a la mayoría. Se crea una falsa dicotomía entre la estabilidad y la transparencia, donde cualquier intento de disrupción es presentado como una amenaza al progreso. Y, en este escenario, la verdadera justicia se convierte en una utopía inalcanzable, dejando al ciudadano común con la sensación de que, al final, el poder siempre encuentra la manera de salirse con la suya. Y es que así, en este marco, en un eco atemporal que resuena con la cruda realidad que se describe, la advertencia de Tucídides cobra una relevancia escalofriante: "La injusticia en cualquier lugar es una amenaza para la justicia en todas partes."
Desgraciadamente, comparto tu análisis y tu indignación! Quien será capaz de acabar con ésta lacra!!
ResponderEliminarElena Novo
Un certero análisis de la situación actual.
ResponderEliminarPilar Barrabés
Doncs....això..
ResponderEliminarMagda Díez
Ahora siiiiiiiiii, ésta me gusta mucho más que la de antes de ayer. Esta va directa al corazón y la “otra” era mucho lucimiento de tu parte, hasta la IA te lo dijo, creo que hasta te comparó entre otros/as con “la lucidez poética de María Zambrano”, estarás de acuerdo que la corrupción tiene muy poco de poética. Bravo de nuevo.
ResponderEliminarSantiago Fernández
Buenas noches tío, a ver cómo ha acabado todo esto.
ResponderEliminarBesos
Nacho Valero
Muy bien dicho. Con nombres y apellidos.
ResponderEliminarPepe Pascual
Chapeau !
ResponderEliminarPili Obre
Esto es lo que hace la gran mayoría.
ResponderEliminarRamón Morell
Vaig llegir el teu darrer article i , com sempre, m'ha agradat molt.
ResponderEliminarJoana Companys
Un article molt didàctic i pedagògic que tots els lectors han entès a la primera.
ResponderEliminarTon Solé
Me temo que si
ResponderEliminarPilar Barrio
Estoy de de acuerdo Juan Antonio, que la corrupción en los políticos, tendría que ser castigada severamente. Cuando alguien se presenta por un partido, sea el que sea, tendría que existir una especie de reglamento, con la obligación de ser compartido por todo aspirante a servir a través de la política, a la mayoría del pueblo, no a una minoría del mismo, justo lo que quiere hacer VOX, seguido de cerca por el P.P. Así nunca llegaremos con las actuales ideologías políticas, a ninguna parte, sus políticas son la corrupción, encubierta con leyes que la amparan y la difunden...
ResponderEliminarSaludos
Miquel Soto