sábado, 14 de agosto de 2021

Verano. El paraíso perdido de la infancia.

 

Lleida, llegadas estas fechas de agosto, se ha convertido en una ciudad fantasma bajo un cielo de verano intensamente azul marcado por la triste maldición de la pandemia. Pasear estos días por el eje comercial de la ciudad, a ciertas horas, es recorrer y sentir la fascinación de un paisaje similar al de una ciudad deshabitada. Unos por vacaciones y otros a causa de la tremenda crisis económica, muchos negocios y tiendas de lo más diverso, han echado el cierre.

 Yo también lo hago. Recojo un poco la casa, hago una pequeña maleta, no olvidando el bañador, y me sumo a la tradicional huída hacia la costa. Mi destino es Cambrils, la villa marinera que me acoge en el estío desde hace más de veinte años.

La Mañana 14.08.2021

Mi vida en ella se reproduce de manera mimética cada año: Paz, descanso, el disfrute de la playa, algunas lecturas y el reconfortante reencuentro con unos pocos y viejos amigos. Algunos días, salgo de casa a pasear cuando los rayos del sol se calman y una ligera brisa acaricia mi cara. Hoy, ha sido uno de ellos, sin prisa, como si se tratara de un aprendido ritual, me he acercado hasta el puerto para contemplar la salida de algunos barcos pesqueros que, con una mar tranquila, zarpaban a faenar. Cerca de la lonja, pegado a una vieja barca de madera, he visto como un marinero bien entrado en años, daba las primeras lecciones de pesca a un niño de unos 12 años que, probablemente, era su nieto. Lindantes al muelle deportivo, un numeroso grupo de jóvenes, hacían cola esperando turno para montarse en un catamarán que partiría al cabo de unos minutos. Eran las 20h30 de la tarde cuando el tañido de una pequeña campana anunciaba su inmediata salida. Desde la cubierta, los jóvenes, chicos y chicas, agitaban sus brazos y se movían al compás de una rítmica música sintiéndose, tal vez, como los nuevos argonautas que surcan los mares en busca de algún ignoto tesoro. Un fornido tripulante, izó la vela del foque con fuerza y asintió con la cabeza al patrón de la embarcación que empuñaba el timón con soltura. Acto seguido, giró el buque multicasco con suma facilidad y enfiló la proa hacia la bocana del puerto. Al cabo de un breve lapso de tiempo, de mi vista, desaparecieron…

Me quedé absorto mirado el infinito horizonte del mar y, al momento, a mi memoria llegaron al galope los recuerdos. Todos guardamos en algún rincón de ella las nostalgias del paraíso perdido de la infancia. El mío está lejos, en África; pero mantengo imborrable el espacio geográfico preciso que, a pesar del tiempo, de los avatares de la vida y del desgaste del paso de los años, nunca ha llegado a perderse. Mi paraíso es un lugar exacto, localizable en los mapas y siempre habitado en mis recuerdos a los que de vez en cuando regreso. Se llama Larache, una pequeña ciudad de Marruecos bañada por el Atlántico. No necesito realizar ningún esfuerzo para que tornen los recuerdos y poder pasear en ellos por su plaza de España, la Medina, el Zoco Chico, el jardín de las Hespérides, la calle Chinguiti, el Balcón del Atlántico o los huertos y naranjos junto al Lukus… Todos ellos, encierran las presencias e imágenes de aquel edén que nunca quedó clausurado.

 Son nostalgias que me llevan de vuelta al tiempo de los alegres y felices veranos en la playa, más allá del sur del sur, construyendo castillos en la arena y en el aire. Como el mar, eran entonces las horas infinitas y los días no existían. Ahora, después de tantos años, solamente quedan añoranzas; tal vez porque como dice Amaral en su canción: “No quedan días de verano”, pues aquellos, se los llevó el viento. Y es que en verano, a la orilla del mar, nos adentramos en el mundo mágico de los sueños para alcanzar las estrellas. Unos sueños que nos hacen retornar y nos devuelven a ese al paraíso perdido de la infancia…

 Regreso al presente. Miro al cielo y observo cómo Agosto se acicala para contemplar la Luna y poder recibir a las lágrimas de San Lorenzo mientras el verano camina y abre su cielo a las estrellas.