jueves, 23 de junio de 2022

Recuerdos de mi primera noche de San Juan

 

Mantengo en mi memoria, de entre los lejanos tiempos de mi infancia, mi inaugural noche de San Juan. Recuerdo que tenía algo más de cinco años y medio y fue la primera vez que regresábamos desde las lejanas tierras africanas, a pasar el verano al pequeño pueblo de mi abuela materna en la vieja Castilla. Ese festejado día de aquel inocente niño había comenzado casi como tantos otros desde mi llegada. Por la mañana, después de desayunar, cogido de la mano de mi madre fuimos a realizar algunas compras a la tienda de ultramarinos de la señora Heraclia. En el trayecto, dos señoras que se habían parado a saludarle, le preguntaron cómo estaba, qué tal le iba la vida por Marruecos y si yo era el pequeño de la familia y al contestar ella afirmativamente, casi al unísono me dieron un par de besos al tiempo que expresaban lo guapo y alto que estaba. Era curioso y tal vez por eso en cuanto se alejaron le pregunté a mi madre quiénes eran esas señoras que parecían conocer tanto nuestras vidas y mi madre, con una paciencia infinita, me explicó que una de ellas era familia más o menos lejana. Al cabo de algo más de una hora regresamos a casa.

Tras la comida y una breve siesta, me senté un rato en el fresco zaguán de la casa dejando volar mi imaginación viviendo una aventura a bordo de un barco pirata. Poco duró el ensueño, pues al cabo de unos minutos, me puse a jugar en la calle con unas canicas. Hacía calor y hasta allí llegaba el monótono canto de las chicharras y el olor a la mies trillada de las cercanas eras. Una constante casi diaria en mi pequeña vida solamente alterada por las golondrinas que marcaban lentamente las interminables horas de aquella tarde de verano.

Después de la inexcusable merienda, al caer el sol, la familia al completo salimos de casa a dar un paseo. Aquellos rojos atardeceres contemplados desde el altozano de la Ermita, la tierra seca y la música que proporcionaba el trino de alguna alondra, tuvieron mucho que ver con mis primeros despiertos sueños.

La Mañana 23.06.2022

En aquel año de posguerra aún no percibía la oscuridad en la que vivía, pues los adultos de la familia, como si hubiesen perdido la memoria, no me explicaban la realidad de aquel tiempo de silencio. Quizá por eso, después de la cena de aquella noche, me quedé sorprendido cuando mi padre anunció que íbamos a ir a ver quemar la hoguera. No sabía qué era eso. Así que pregunté y mi padre con voz solemne me dijo que era una fiesta de origen pagano en la que se celebraba la llegada del solsticio de verano al hemisferio norte; es decir, el día más largo del año. No comprendí absolutamente nada. Finalmente, serían algo más de las once de la noche, cuando acompañado de mis padres y hermano nos dirigimos a la plazuela de mis juegos infantiles que estaba cerca de la casa de mi abuela. Al llegar, me sorprendió ver a tanta gente.

 En medio de la plazuela habían hecho un círculo de piedras que encerraba una enorme parva de paja y en la que también había algunas pequeñas ramas de pino. La gente charlaba animadamente y yo agarrado fuertemente a la mano de mi madre contemplaba aquella especie de fiesta con extrañeza, expectación y cierto grado de sorpresa. De repente, en el reloj de la torre de la iglesia comenzaron a sonar las doce de la noche y se hizo un atronador silencio. Fue apenas un instante, justo el tiempo que tardó el reloj en dar la última campanada.

Casi al momento, el panadero que llevaba unos tizones encendidos en un fanal se acercó a la parva, los echó y soplando con un fuelle, encendió la hoguera. La paja comenzó a crepitar con fuerza e inmediatamente, entre un ensordecedor griterío, la gente empezó a tirar a la hoguera unas sillas viejas desvencijadas, una pequeña puerta de un armario, algunos trozos de madera, varios zapatos y algunos otros pequeños muebles inservibles que habían ido apilando junto al círculo de piedras. Una señora que iba entregando a los presentes un pequeño trozo de papel, se acercó a dónde estábamos y les dio uno a cada uno de mis padres. Le pregunté a mi madre para qué le había dado el papel y me explicó que había que escribir un deseo, doblarlo y tirarlo al fuego y si el papel se quemaba entero significaba que se cumpliría. Tampoco sé si llegó a realizarse lo que en ellos escribieron.

El fuego nocturno de aquella doméstica torre ardiente iluminaba las casas de la plazuela, al tiempo que el ruidoso estallido de unos petardos, consiguieron que me agarrase aún con más fuerza a la mano de mi madre. Poco a poco fue decreciendo la hoguera hasta convertirse en un rescoldo de brasas. Y entonces comenzó otro extraño rito que realizaban los adultos, saltar por encima de ellas. Pregunté por qué hacían eso y tampoco comprendí la explicación que me dieron. Al cabo de un rato, con el rostro todavía caliente por el fuego y revoloteando en mi cabeza mil preguntas, retornamos a casa.

Fue un día intenso de un tiempo en el que “el tiempo” no tenía planes fijos, ni la intención de llegar a ningún tiempo que no fuera descubrir, a través de la curiosidad de un niño, la magia de Noche de San Juan. Este año, rememorando mi iniciática noche, la celebraré en Alcarrás, en el mas de mis amigos Joana y Manel.