lunes, 15 de noviembre de 2021

La crisis entre Bielorrusia, Rusia y la UE

 


Jean Monet, padre espiritual de la Unión Europea, comentó al final de su vida: “Si lo hubiera sabido, habría comenzado por la cultura”. En este contexto y en este otoño, en el que vemos cómo se desajusta y tiembla el engranaje de la Europa económica ante las amenazas del Presidente de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, de cortar el tránsito de gas ruso hacia la UE. Y la confusión y el miedo se manifiestan bajo la sombra del egoísmo y la insolidaridad con los refugiados que se agolpan en la frontera de Bielorrusia con Polonia, tal vez convendría hacer una reflexión en torno a varios conceptos esenciales y la manera de priorizarlos en nuestras vidas: individuo, sociedad, estado, supervivencia, tolerancia. Es decir, el eterno problema de encontrar una razonable y humana convivencia del ser humano con otros seres humanos.

 

¿Estamos ante una disyuntiva moral por razones humanitarias? Desde mi punto de vista, éste es el único argumento desde el que se puede intentar justificar que la UE acepte la entrada de esos miles de migrantes de Estados fallidos, en los que Occidente tiene una gran culpa, y que Lukashenko ha lanzado hasta la frontera polaca, vulnerando el derecho internacional. Hace ya algo más de 25 siglos que Tucídides en su Historia de la guerra del Peloponeso, dejó claro que una cosa es las evidencias y análisis con los que se explican los conflictos y otra las razones que los agitan y remueven. Y aquí, en esta situación, sin haber choque directo entre las partes enfrentadas, si que existe una trampa, la instrumentalización política, llena de claras amenazas por parte del dictador bielorruso; pues lo que está en juego no es solamente cortar el gas ruso hacia Europa, sino las vidas de varios miles de seres humanos.

La Mañana 29.11,2021

Después de algo más de treinta años del fin de la guerra fría, el alegre humor del mundo que acogió con júbilo la caída del muro de Berlín, ha cambiado y se ha vuelto más sombrío. Y, pese al éxito del euro, el de la UE también. Durante estas pasadas decenas de años, la ampliada Unión Europea se ha centrado en arreglar problemas caseros, aunque alguno de ellos ha terminado en un estruendoso fracaso, como ha sido el tema del Brexit. Un fracaso y decepción derivado del hecho de que los dirigentes del Reino Unido, tanto los conservadores como los laboristas, han soñado con volver a ser una potencia nacional, sin ver con claridad los cambios que se estaban produciendo en el mundo que tenían delante y que, ahora, tras la ruptura comienzan a sentir. Y, a su vez, esta quiebra, de alguna manera, ha provocado también ciertos deterioros democráticos en otros países miembros de la UE, como en Hungría y Polonia, generando una situación de crisis e incertidumbre cuyo alcance está todavía por ver.

 

Es por ello, que la UE para asegurar la estabilidad en Europa, indudablemente, tiene que centrarse en materializar un claro entendimiento con Rusia, fomentando unas relaciones constructivas basadas en la colaboración política, tanto por razones de seguridad como económicas. Pero, sobre todo, para evitar que dichas relaciones se vuelvan hostiles, máxime cuando los EE.UU, han dejado claro que no están ya interesados en pagar los miedos ni recelos europeos ante el gigantesco país euroasiático. Por esta razón, se entiende que la UE debe sumar al instrumento diplomático que representa y al peso económico que tiene, una política de defensa propia con la que respaldar una acción exterior común. Solamente así, con una política autónoma de defensa propia, aunque siga amparada por la OTAN, podrá en un futuro resolver crisis como la actual migratoria, desencadenada en la línea divisoria exterior del este de la Unión Europea, por Bielorrusia y Rusia. Países ambos que, mientras el conflicto se solventa, prosiguen engrasando su maquinaria bélica

 

Y, mientras tanto, esperando acontecimientos, ahí continúan estacionados miles de migrantes procedentes, en su inmensa mayoría, de Siria, Yemen e Irak, llenos de esperanza. Y es que, para ellos, como decía Juan Rulfo: “Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul. Hay esperanza, en suma”. Y, tal vez, hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar.

martes, 2 de noviembre de 2021

La muerte, esa enigmática odisea

 

El culto a los muertos es casi tan antiguo como la especie humana. Según la Paleoantropología, los primeros homínidos sapiens de los que se tiene certeza de realizar prácticas mortuorias son nuestros lejanos parientes los neandertales. Esta especie que vivió y ocupó amplias zonas de Europa, Próximo Oriente y Asia Central hasta hace unos 40 000 años, ya mantenían unos determinados rituales con sus difuntos, como lo prueban los diversos enterramientos y sepulturas adornados con cantos rodados y ofrendas; así como la posición fetal con la que enterraban los cadáveres. En consecuencia, este singular hecho permite aventurar unas creencias en una plausible vida más allá de la muerte.

 

Unas muertes y unos rituales que, aun estando hoy en día generalizadas tan ancestrales costumbres, no se conmemoran en todos los países ni lugares del mundo del mismo modo ni de manera simultánea. De hecho, la tradición occidental de celebrar el Día de Todos los Santos y el Día de los Difuntos los días 1 y 2 de noviembre se debe a razones vinculadas con el cristianismo. Mientras que, por ejemplo, en China, veneran a sus fallecidos quince días más tarde del equinoccio de primavera, limpiando las tumbas y quemando dinero falsificado y en la ciudad de México, recorriendo en bicicleta determinados lugares frecuentados por el fallecido y disfrazados con la Calavera Garbancera, una máscara llamada La Catrina.

 

Escribió Vicente Aleixandre en su poema a la muerte que la vida del hombre es “entre dos oscuridades, un relámpago”; es decir, un ir de la nada a la nada. Y es que, en el fondo, todas las muertes se resumen a lo mismo, a los elementos de una naturaleza surgida de las estrellas que se extingue; pero que, sin embargo, aun habiendo tenido un mismo origen cada una es diferente. Tal vez por ello y a pesar de ser conscientes que al nacer iniciamos un trayecto sin estar al tanto de cuánto carburante transportamos en nuestro singular depósito, la muerte siempre nos coge desprevenidos. Seguramente, porque es lo peor y más dramático que nos puede pasar en la vida y, por consiguiente, no pensamos o no queremos pensar en ella.

 

Creo que todos, en mayor o menor medida, tenemos miedo a la muerte. Una muerte que con la pandemia muchas personas han visto y sentido muy cerca. Y, quizá por esta razón, los letales efectos de la Covid19 han conseguido que nuestros mayores y no tan mayores se hayan tomado un tiempo para recapacitar sobre ella. De hecho en una reciente encuesta sobre el tema, una de cada cuatro personas de más de 70 años, manifestó haber sentido preocupación y temor pensando que podría morir. Probablemente, porque en nuestra cultura occidental judeo-cristiana, no nos enseñan ni preparan para este inevitable acontecimiento y aprender a morir sea nuestra asignatura pendiente. Y es que verdaderamente, la naturaleza humana se fundamenta en una inexorable dualidad: la de vida y la muerte. Una naturaleza que nunca descansa y nunca se para; pues tras la muerte de unos, la vida sigue para otros. En este contexto y pensando en el hecho inexorable de esta noria, no me parece que la vida sea menos cruel que la muerte, ni tampoco que la muerte sea un absurdo final. De manera que, en estos próximos días, se hace necesario poder hablar de ella sin tristeza recordando a los seres queridos que regresaron a las estrellas. Y hacerlo, sobre todo, para perder ese miedo atávico que le tenemos, descargándola de la sombra de silencio que la rodea

 

Nadie ignora que cada día nos morimos un poco y, sin embargo, la muerte sigue siendo una enigmática odisea. Tal vez porque como nos dejó escrito el genial Francisco Gómez de Quevedo, “La muerte está tan segura de ganar que nos da toda una vida de ventaja”. Ante este irrefutable aforismo, la muerte se convierte en el alimento del cerebro cada día. Pensar o no pensar en ella, esta es la cuestión; pues la muerte no es más que un sueño y un olvido.