viernes, 17 de septiembre de 2021

Cuando se acerca el otoño. Regreso

 

Cuando se acerca el otoño y el viento y la lluvia se abaten sobre la seca tierra, una cierta dosis de tristeza nos invade. No es otra cosa que el recuerdo de los alegres días de un verano que se nos escapa. Y es que en estos días, la vida, como el agua por barrancos y rieras buscando el mar, corre ya sin freno camino de otros espacios y otros lugares.

 

El tiempo físico del otoño es un extraño fenómeno del que desconocemos casi todo. Tal vez, porque acabado el estío, se desliza cautelosamente en nosotros otro tiempo, el interior que nos trae el otoño devolviéndonos la consciencia de lo que realmente somos. Un otoño en el que los días ya no se alargan, sino que se hacen más cortos, la luz se vuelve más lánguida y las prisas invierten y transforman el ritmo de nuestras vidas. Es un tiempo en el que las vacaciones se acaban y los niños vuelven con sus mochilas cargadas, a pisar los patios del colegio y entrar en las aulas.

La Mañana

 Dicen que no conviene desear vivir en otra estación del año diferente de la que en cada momento nos toca estar. Es un consejo útil y debe ser cierto, pues si bien el verano simboliza la luz, la calidez y la libertad, el otoño nos trae esa necesaria introspección que nos ayudará a soltar lastre, a limpiar y renovar los espacios interiores en los que, a veces, habitamos durante este tiempo. Y para ello, quizás sea bueno dejar de mirar al horizonte y dirigir nuestros ojos hacia el cielo y contemplar esos sorprendentes, casi súbitos, anocheceres que cada tarde nos regala septiembre. Unos bellísimos crepúsculos en los que los colores, cargados de connotaciones simbólicas y emotivas, adquieren vida propia y lloran o ríen y sueñan o juegan con nuestros sentimientos. Probablemente, porque en estos próximos días se muere el estío y se acerca el otoño. Y entramos en un tiempo en el que la razón reprime y aquieta el estruendo del ocio y las vacaciones, como si quisiera, con cierta calma, apoderarse de esos sueños eternos que todos tenemos y que se desvanecen al morir el verano.

 

El otoño se acerca con muy poco ruido y en mi entorno resurge el sosiego mientras paso estos lentos días sonriendo al silencio. Me despido del Mediterráneo, de ese mar tranquilo y sereno que canta Serrat y que, en ocasiones, se muestra bravío. Digo adiós a sus cálidas aguas, a su insistente y suave oleaje que hasta la orilla me trae murmullos de sueños, luces y sombras, siluetas y risas de niños jugando en la arena. Me acerco, me agacho, toco esa agua que en estos meses acarició mi cuerpo. La agarro y cierro las manos y el agua se escapa de entre mis dedos de la misma forma y del mismo modo que se esfumaron algunas aficiones, ciertos intereses, concretas esperanzas y variados anhelos que me motivaron durante todo este tiempo.

 

Cormoranes, garzas, gaviotas, algunas rapaces y variados pájaros pequeños como jilgueros, herrerillos, petirrojos, papamoscas y lavanderas pasan volando en estos días, en medio de una vaporosa neblina y algunos fuertes aguaceros por clandestinos trayectos y rutas del cielo, camino del Delta del Ebro que será su casa en otoño e invierno. Allí, intentarán descansar en su colchón de sueños y allí permanecerán hasta que la primavera logre despertar su instinto y salgan en alegre tropel de su hábitat rompiendo estruendosamente el silencio.

 

Finaliza el verano. Se acerca el otoño. Se acaba el tiempo de playa, de lecturas, tertulias, descansos, nostalgias infantiles y algunos silencios. Y de algún lugar del cielo han bajado ya las  Perseidas, esas lágrimas de San Lorenzo que hacen aflorar la melancolía y otros sentimientos. Ya nos lo dijo George Sand “El otoño es un andante melancólico y gracioso que prepara admirablemente el solemne adagio del invierno.” Tal vez por ello, cuando este verano camina hacia su ocaso y del cielo jarrean aguaceros, parto de la costa hacia el Segrià para cruzar el tiempo. De estas tierras me llevo todo lo bueno que durante el estío los ojos de mi corazón vieron: el sol, la arena, los olores, sabores y sentimientos. Me espera Lleida. Regreso.

 

 

 

lunes, 6 de septiembre de 2021

Recuerdos. Me voy haciendo viejo.

 

En un lugar privilegiado del arcón de mi memoria está África y, en ella, Marruecos, Guinea, El Sahara, Canarias. Espacios y rincones que fueron mi casa y en donde descubrí la belleza del mar con toda la variedad de sus posibles azules, la inmensidad de la selva con sus casi innumerables criaturas y un sin fin de tonos verdes, la inabarcable infinitud de la arena con sus inverosímiles cielos y esa retorcida, convulsa y atormentada tierra de volcanes.

La Mañana 6.09.2021




Guardo, de todo, un recuerdo fuerte, hermético. Nunca podré olvidar la tranquilidad y el olor de las noches en los mares del trópico, ni en el ecuatorial océano Atlántico ver como la luna, a cada paso que daba, parecía seguirme. Son recuerdos que me llevan a unos territorios que fueron lugares y parajes de mi infancia, de mi pubertad, de la adolescencia y de una juventud en la que arribaron los iniciales amores y los primeros desengaños.

 

Si cierro los ojos, vuelven con facilidad las imágenes de aquellos días y las huelo, las saboreo, las siento. Y me veo, como si fuera y estuviera en aquel tiempo, despertándome por la mañana con el sonido de los pájaros, intentando aprender a distinguir sus diferentes lenguajes y asombrándome con sus prodigiosos plumajes. Otros días, me contemplo tratando de mantener una conversación, en un ininteligible idioma, con una hermosa muchacha negra en una solitaria playa. Otras veces, en una jaima tomando un Atay Dial Nana, el oloroso y dulce té con yerbabuena bereber, junto a un altivo y quizás lejano pariente almohade, escuchando la infinita paz del silencio en las estrelladas noches del desierto.

 

En mis recuerdos, a la mente me viene el sabor de la papaya, de la piña, de las naranjas amarillas, tan diferentes a las mediterráneas, del agua de los mangos chorreando por mis manos y barbilla y esas olorosas guayabas que cogía directamente de los árboles. Todos ellos, ensueños de gozosos sabores. Y junto a ellos, también afloran y escucho el sonido del viento golpeando sobre las ventanas, el estrépito de los impetuosos tornados que, en la época del monzón, llegaban sin avisar al golfo de Guinea, con sus fuertes aguaceros y que en pocos minutos daban paso a un cielo brillante y soleado que secaba velozmente el agua de las calles y aceras y las gotas de lluvia en los árboles. Y también recuerdo ese azul inmenso de otros horizontes donde obtener agua suponía realizar un sobrehumano esfuerzo

 

Y en mis reminiscencias veo las fiestas africanas para despedir a sus muertos. Y las africanas fiestas en la calle, llenas de ritmo, explosión de alegría y voluptuosa sensualidad. Y las africanas mostrando sus bellos y semidesnudos cuerpos sin complejos. Y todavía siento el ritmo de sus músicas, dejándole entrar en mis emociones, intentando que anidara un poco de esa alma negra en mi blanco cuerpo. Y las cálidas sonrisas de ellas y ellos mostrando sus blancos dientes en sus rostros negros. Y esa generosa acogida de los hombres y mujeres del desierto. Todavía hoy me acuerdo y la reconozco en la sonrisa de mis sentimientos.

 

Y en el repaso de mis presencias, también veo y siento aquellos días de colegio en Marruecos, los del instituto en Guinea, los paseos diarios por el real Las Palmas y su puerto y, siendo ya largamente veinteañero, la soledad del desierto para visitar a mi padre que estaba destinado tan lejos. Aquel esplendor de vida natural, sigue vivo en mi memoria, no ha muerto. Lo conservo como un tesoro de mi vida y con él mantengo ese cálido y cercano recuerdo y el intenso aroma al café y al té que me transportan a esos espacios abiertos y a aquellos dulces momentos.

 

De alguna manera, poder disfrutar de los recuerdos de la vida es como vivirla dos veces. Todos ellos, con su presencia invisible, me han dejado un sabor duradero, eterno. Y es que el recuerdo es el perfume del alma y único paraíso del que nadie puede expulsarnos.

No cabe la menor duda de que vista la vida con la cámara oscura del recuerdo, toma un relieve singular. Tal vez, porque el tiempo vivido no es otra cosa que el espacio que en nuestra memoria ocupan los recuerdos. Ya no los decía nuestro genial poeta Miquel Martí i Pol “No hay presentes, todos los caminos son recuerdos”. Sí, son recuerdos de unos tiempos que se fueron; pero sé que existo, porque en ellos me inquiero, me reconozco y me veo. Me voy haciendo viejo…