martes, 31 de diciembre de 2019

Dios. Una historia humana



Hace unas semanas he terminado de leer un ensayo que me han regalado en estas fiestas navideñas y que me ha resultado interesantísimo, fascinante y perturbador. Lleva por título Dios y su autor es el investigador estadounidense de origen iraní, Reza Aslan. El autor, nos explica cómo todas las culturas, por antiguas que sean, han creado y creído en su “Ser Supremo”, casi a imagen y semejanza de nuestra propia especie. Quizá, generando un reflejo do lo que “somos” o de lo que nos gustaría ser. El Título completo es: Dios. Una historia humana y la ha escrito a modo de biografía. Una de las razones por la que me ha agradado tanto es, posiblemente,  egoísta, ya que, de alguna manera, mantiene planteamientos muy similares a lo que pienso sobre el “Ser Supremo” que, en las religiones monoteístas, es considerado hacedor del universo. Por ejemplo, en el libro se afirma que la idea de la existencia de un Dios forma parte de la propia evolución humana; es decir, de la misma manera que por evolución el “homo sapiens” logró que sus dedos pulgares fuesen oponibles al resto de los dedos de la mano (hecho único en los primates) o que perdiésemos la abundante cantidad de pelo que cubría nuestro cuerpo o dejar en mero testimonio un órgano como el apéndice; de la misma manera, repito, hemos adquirido la idea de Dios y del alma.

En este contexto, el libro de Reza Aslan nos desgrana aspectos en los que nuestra fe, nuestras creencias o nuestra propia vida, nos hacen plantearnos preguntas. Unas interpelaciones, dudas y cuestionamientos que no han cambiado prácticamente desde que existe el ser humano: ¿Existe Dios? ¿Qué es el alma? ¿Hay algo más además de la realidad que percibimos?

La Neurociencia contemporánea se plantea, frecuentemente, interrogantes sobre la creencia religiosa. O sea, se establece un diálogo entre ciencia y religión. Dicho de otra manera, se interroga sobre ¿cuál es la relación entre el cerebro y las entidades espirituales como Dios? Si sabemos que incluso las experiencias religiosas más poderosas están mediadas o son incluso causadas por la actividad neuronal, ¿significa esto que esas experiencias no son reales en ningún modo significativo? En este sentido, el libro Dios, es un brillante ejemplo literario que recoge algunas de las preguntas fundamentales que, desde los albores de la humanidad, se han hecho nuestros ancestros.

Creo que es verdad que toda experiencia consciente, incluida la experiencia religiosa, sucede en la mente, y la persona la experimenta como real. De este modo, incluso las alucinaciones serían reales, en el sentido de que son experimentadas como tales por la mente humana; aunque la ciencia ignore todavía lo que es realmente la “mente”. Pero, por supuesto, tendemos a querer que la experiencia religiosa sea real en el sentido más fuerte. El autor, plantea y apunta que existen muchos recursos teológicos que ayudan a responder a la pregunta de cómo la experiencia religiosa podría ser una experiencia auténtica de Dios, incluso aunque ocurra en la mente. Por ejemplo, los estudiosos en el campo de la ciencia y la religión a menudo emplean modelos teológicos que afirman la actividad de Dios en y a través de los procesos naturales del mundo físico. Estos modelos no representan a un Dios más allá de un mundo natural que está aquí, para después tratar de encajar de algún modo a Dios en este mundo. Sino que, más bien, ven a Dios como un ser presente y activo en el mundo natural en todo momento y en todos los lugares, que se encuentra incluso en el fundamento del mundo natural. Si nuestros modelos teológicos no nos obligan a elegir entre procesos físicos y acciones divinas, no debería sorprendernos que los auténticos encuentros religiosos con Dios sucedan en la mente y sean empíricamente identificables en el cerebro.

Soy consciente, y tengo amigos que así me lo han manifestado, sobre todo, ante la pérdida de los seres queridos, que, el hecho de ser creyente facilita un determinado grado de felicidad y ayuda poderosamente, en momentos difíciles, al equilibrio psíquico de las personas A menudo para la piscología o la psiquiatría la pregunta religiosa se limita a si la religión nos hace sentir mejor o nos convierte en mejores personas en términos éticos, pero esto no nos da ninguna pista acerca de si la experiencia religiosa es objetivamente real o una simple construcción de la mente. En este aspecto, creo que son pocas las personas religiosas que  admitirían que son religiosas debido a los beneficios psicológicos que les brinda la fe. Más bien, experimentan sus creencias como un indicador de cómo es realmente la realidad. La pregunta se vuelve entonces epistemológica: ¿cómo sabemos lo que creemos saber?

Por lo que he leído en este citado libro Dios y en otros varios sobre este tema que han pasado por mis manos a lo largo de mi vida, he constatado que existen diferentes enfoques académicos para explicar por qué podríamos tener buenas razones para tomarnos en serio las creencias religiosas. Una de las respuestas que leí hace ya varios años, es que proviene de la teoría cognitiva de la religión. Una teoría que sugiere y explica que la creencia religiosa es auténticamente natural en términos evolutivos. Es decir, que sería la forma en la que, nuestra capacidad natural para la creencia religiosa, es exactamente la que podríamos esperar si hubiera, de hecho, un creador que deseara mantener una relación con los seres humanos.

Sin embargo, he leído también a otros afamados autores neurocientíficos que proponen un enfoque multidisciplinar e interdisciplinario y que enfatiza en la riquísima complejidad de la realidad, incluidos hechos concretos característicos como la conciencia y la propensión de los humanos a experimentar la trascendencia. Y esos momentos de trascendencia bien podrían señalar algo más, algo más allá, por encima y por debajo del orden natural. Y también he leído que, muchas personas se resisten a aceptar las explicaciones científicas acerca de la mente porque temen que esto aboca a una visión reduccionista o materialista del ser humano, ya que descarta la posibilidad de realidades espirituales. Y, por ello, prefieren pensar que la conciencia es fundamentalmente inexplicable en términos científicos porque de este modo creen que ese misterio deja espacio a Dios.

Y respecto al concepto del “alma” la controversia es similar a la idea de Dios. Los creyentes creen profundamente en su existencia individualizada del cuerpo como elemento material y los negacionistas se preguntan si ¿existe un marco físico para afirmar la existencia del alma humana? Ya que, si el alma es una realidad natural, ¿qué sucede cuando la persona pierde su conciencia o su memoria, como por ejemplo al enfermar de alzhéimer? ¿Pierde también su alma? Y aquí surge una nueva cuestión: ¿Qué versión de la mente de una persona representa a nuestro verdadero yo?

Es un tema que me suscita mucha curiosidad, que me preocupa y, de alguna forma, me apasiona por su incertidumbre. Quizá por ello, por el momento, creo que la ciencia y la religión deberían colaborar estrechamente, en formas creativas, para abordar los problemas más apremiantes a los que, en este tema, se enfrenta una gran parte de la humanidad.

En resumen, desde mi punto de vista merece mucho la pena leer “a Dios”. Háganlo y…, después, me lo cuentan.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Las hojas del tiempo. Se marcha el otoño, regresa el invierno


Todos los años me sorprende el otoño. Debe ser porque cuanto mayor voy siendo, peor me organizo el tiempo. Y un día, de repente, sin saber cómo, contemplo que una tarde cualquiera se otoña y las hojas de los árboles comienzan a caer etéreas meciéndose en el aire de la nada. Al principio de forma imperceptible y después, rebosando, comienzan a amontonarse hasta que empapan el cielo de una luz cobriza. Y entonces, privado del sentido del tiempo, plantado en medio de algún lugar del paseo central del Parc dels Camps Elisis, converso con ellas y las interpelo a medida que van cayendo, de la misma manera que desciende mi tiempo.

Rememoro. Y ahora no estoy seguro en qué otoño, de qué año, comencé a pensar el tiempo. Fue quizás una tórrida noche de verano, mientras oía suspirar de alivio a los rosales del jardín y el canto de los pájaros se convertía en una nana apasionada. O tal vez, cuando la luz argentada de la luna se disfrazó de pretexto para recordarme un encuentro, un sueño, una vigilia, un susurro, una caricia, un horizonte azul…

Sigo sin estar seguro del momento. Evoco y a la memoria me llega un día de otoño en el que una lágrima silenciosa se quedó alojada en un recodo del alma como penitencia de un lejano ocaso de mi vida en la meseta. Un mar de cristales en la quietud de una tormenta furiosa. Una palabra quebrantada naufragando en el libro de la nada. Y otro otoño en el que casi sin saber cómo, apareció un baile de luciérnagas violetas. Un latido despistado en el gesto inoportuno de un enamorado preguntándose qué haría el resto de su vida. Un arabesco atesorado en el fondo de una acuarela todavía sin pintar.

Y en ese otro otoño, sin darme cuenta, me convertí en un alegre sembrador de palabras, en espectador de inéditas fotografías llenas de hojas infinitas. Hojas todavía enmarañadas en las brisas de una nueva vida. Guiños en ocres, en dorados, en rojos, en blanco y en verdes, decretando ataviar los segundos, los minutos y las horas de mi tiempo, bajo la atenta sorpresa de mi semblante y la atónita mueca de mi mirada, amueblando sentimientos y pensamientos en un orden aún por descifrar.

La melancolía que siempre me invade en otoño no es otra cosa que la nostalgia hacia otro tiempo pasado, una metáfora de la vida que veo correr ya sin freno. Quizás sea porque en otoño los días se hacen más cortos, la luz se vuelve más pálida y la prisa se instala de nuevo insidiosa en mi vida. O, tal vez, esa añoranza, suceda porque en esta estación del año, llena de sorprendentes anocheceres, casi súbitos, me pilla siempre desprevenido y, entonces, tengo la sensación de que se me escapa el tiempo. De alguna manera, la caída de las hojas en otoño, es una la dulce alegoría de apellidar y señalar el declive de la edad…

Y es que la nostalgia del tiempo pasado es, sobre todo, el recuerdo hacia la niñez y con ella, hacia la alegre vida carente de preocupaciones, hacia la naturaleza plena de plantas y flores que con tanto empeño trataron de cultivar los ilustrados y que se trasluce en el libro autobiográfico de Jean Jacques Rousseau Sueños de un paseante solitario, para quien la naturaleza actúa como consuelo de la soledad. Posiblemente, por eso, cuando la tristeza otoñal señala intrigante hacia mi cabeza, voy raudo al encuentro del libro situado en las estanterías de la librería de casa, como quien persigue a tientas el calmante somnífero en una angustiosa, amarga y perturbadora noche de insomnio, y me dispongo a releerlo con fe homeopática, con la esperanza de que la nostalgia, el desconsuelo y la tristeza de Rousseau cure la mía. Y así, me ensimismo tanto en su lectura que acabo por pensar que aquellos autores a los que leo son en realidad mis interlocutores.

Como Einstein decía, “la eternidad está incluida en un instante, en una sola hora, esa que nos puede cambiar la vida y hacernos inmortales”. Y es que el tiempo no existe. El tiempo son solo los sucesos que nos llegan y acontecen. Puesto que el valor del tiempo y de de las historias que vivimos no está en lo que duran, sino en la intensidad con que suceden. Seguramente por eso, el instante es la continuidad del tiempo, pues une el tiempo pasado con el tiempo futuro y así, año tras año, cuando de marcha el otoño regresa el invierno.




viernes, 6 de diciembre de 2019

Relato: El silencio del fón póca


Suele afirmarse que las personas viajamos para “desconectar”. Y, en general, debe ser cierto. Pero, en esta ocasión, yo acariciaba la idea de desconectar de una manera radical, sin ataduras de ningún tipo. Por eso, tenía casi decidido iniciar mi escapada de dos semanas largas a Irlanda sin él. Pues imaginaba que viajar con su silencio, sería como caminar dejando en casa una parte de mi cuerpo; puesto que, ahora, somos ya ciborgs y él es un órgano más de nuestro ser. No obstante, no me atrevía a interrumpir la cadena de esa supuesta y prometida libertad que con él iba a tener. Un vínculo que el azar decidió romper el mismo día de partir.

Todo empezó con su primer silencio. Ocurrió de pronto, como suelen pasar todas las cosas. Y sólo cuando su silencio se hizo grande, comprendí lo que él es, para lo que sirve y lo que representa en nuestras vidas. Y es que todo tiene importancia y valor en este mundo, incluso los silencios; sólo hay que saberlos escuchar. Y ha sido su mutismo el que me ha dado todas las respuestas. Durante el viaje, a diario y a menudo, iba a su encuentro aguardando su reacción, sus palabras. Y no asimilaba que no llegaban porque estaba enfermo o que, tal vez, me las proporcionaba de otra forma, como presentes pausas, como vacíos que no rellenaba de letras y de frases, ni cargaba de imágenes o vídeos. Su reposo encerraba lo que no podía escuchar, lo que necesitaba y reclamaba oírle decir y ver.

Era doloroso asumir que el silencio fuese su única expresión; pero, sabido es, que a veces, lo cotidiano es lo que nos queda. Pasaban los días, y no aprendía a renunciar a su cita, a no tener expectativas, a no esperar nada de él. Saber que esa tregua era todo lo que quería decirme, era desesperante; quizá, porque como decía Mario Benedetti: “Hay pocas cosas tan ensordecedoras como el silencio”. No obstante, he de decir y recordar que su mudez no ha sido consentida, sino obligada. Y es que este “alien“ al que tan alegremente he invitado, a veces, a traspasar la frontera de mi intimidad, ha estado mudo durante el viaje por encontrarse enfermo. La causa, según me dijeron en UCI de la clínica Shenzen del Dr. Huawey de Dublín, un virulento malware que le había ocasionado un malicioso crecimiento de sus cachés internos, que aumentaban sin control, afectando a los bugs de su memoria RAM. Esperaba que pronto estuviera repuesto y vacunado y, a partir de este momento, pudiera reintegrarse en sus funciones vitales y triviales que le son propias cada día. Pero, no fue así.

Quizá convenga recordar que este inseparable consorte y compañero fue creado en 1973 por el ingeniero electrónico de la empresa Motorola, Martin Cooper. Este americano nacido en Chicago y de ascendencia ucraciano-irlandesa, le dio vida y bautizó bajo el glorioso nombre de Dyna Tac. Sin embargo, hay cierta controversia, ya que algunos expertos consideran que mucho antes de que existiera el prototipo de Motorola, ya existía una versión en la antigua Unión Soviética. Su creador fue el ingeniero de radio Leonid Ivanovich Kupriyanovich que en 1957 realizó con éxito las primeras pruebas de un prototipo automático, con un alcance entre 20 y 30 kms., y que denominó LC-1. No obstante…, como en tantas otras ocasiones, nos topamos con la “Historia pervertida” y los honores y la fama han quedado en manos norteamericanas.
La Mañana 2019.12.06


Dicho todo esto, finalizo dando un consejo que, también, hago propio y mío: a partir de ahora no pierdas el tiempo en contarle tu vida, al inherente compañero, úsalo para arreglar la tuya; pues su ausencia me dejó un vacío tan grande o igual que su presencia. El tiempo también es silencio y con él he aprendido en el viaje que es el único amigo que jamás traiciona. Evidentemente, hablo de mi fón póca; es decir, mi teléfono móvil, escrito en gaélico irlandés como una perpleja sonrisa y en reconocimiento a la ascendencia materna de su inventor.