lunes, 18 de julio de 2022

Tiempo de silencio, un nocturno paseo por la playa de l’Ardiaca.

 

Hace días que ha llegado el verano y con él las horas de descanso. Para unos es tiempo de alegrías y de cuidar el cuerpo. Para otros, de ordenar la mente y de silencios. Montaigne, en esta época del año, se refugiaba en la biblioteca de una de las torres de su castillo de Burdeos para leer y escribir en una buscada soledad y rara vez abandonaba su morada. Kant, en su ciudad natal, Königsberg, hoy llamada Kaliningrado, siguiendo sus imperturbables hábitos se levantaba cada día, tomaba café, leía, escribía y salía de casa en dirección hacia la pequeña arboleda de tilos que aún hoy se llama el paseo del filósofo.

 

Yo, sin pretender compararme con los genios, durante estos meses de estío me traslado a mi habitual lugar de vacaciones de la Costa Dorada y retomo las rutinas de otros años. Por la mañana la playa, las tardes ocupadas entre lecturas que he ido dejando en el invierno para mejor ocasión, arreglar un poco el jardín, atender a los pájaros, escribir un poco y alguna que otra amena y entretenida charla que finaliza cuando se acuesta el interminable crepúsculo cárdeno de fuego, anuncio seguro de un siguiente caluroso día. Y algunas noches, después de cenar y tras haber visto alguna serie o película en la tele, salgo a caminar un rato por el Paseo Marítimo que bordea la playa.

La Mañana 18.07.2022

Dar una vuelta a ciertas horas tiene algo de secreto y de íntimo, pues a esas nocturnas horas el paseo está apaciguado y casi desierto. A pesar de ser verano hay solo unos pocos viandantes, algún pescador solitario que lanza una y otra vez el sedal con su anzuelo esperando capturar una dorada, una pareja sentada en un banco hablando tan bajo como si conversaran con las cabezas juntas en la almohada. Es un tiempo de silencio en el que las olas dan un concierto haciendo vibrar el aire con su rítmico sonido, y eso favorece una caminata nostálgica en la que con frecuencia mis recuerdos vuelan hacia atrás y me llevan, unas veces a los veranos de mi infancia en Marruecos, otras al increíble paisaje poblado de palmeras que rodeaba la dorada y suave arena de la playa Mbonda de Guinea Ecuatorial en la que pasé muchas horas un verano quinceañero; y a menudo hasta Dajla, la antigua ciudad de mar Villa Cisneros, que siendo ya universitario frecuentaba para pasar con la familia las tradicionales vacaciones de Navidad, las de Pascua y los meses de verano.

 

Son muchos y hermosos los recuerdos de aquellos años que de mi memoria afloran, pero de entre todos ellos hay tres que surgen con más fuerza: Larache, la ciudad atlántica que me vio crecer de pequeño, el atronador silencio de la noche en el desierto del Sáhara y dos nombres:Malla y Carola. Y son tantos que en ocasiones me cuesta restablecer la conexión con el mundo real en el que vivo. Quizá por ello, algunas veces me siento a descansar un rato en un banco del paseo y busco respuestas mirando al cielo. La mortecina y amarillenta luz de las farolas, me permite contemplarlo estrellado, lleno de belleza y de misterio. Un mundo desconocido que se abre ante mí al comienzo y que se vuelve familiar e inolvidable al cabo de poco tiempo. Es un espectáculo que se me va revelando despacio, gradualmente, como si fuera el resultado tenaz del trabajo del universo. Y es que contemplar en medio del silencio de la noche la infinita sucesión de estrellas aparentemente repetidas, pero todas diferentes, me produce una cierta hipnosis y una gran sensación de paz. Es una experiencia que perdura poderosamente en mi conciencia mientras reanudo el paseo, creando un tiempo interior que me transmite las contradictorias sensaciones de la fugacidad, de la prisa, de la lentitud, de la rutina, de lo inaudito de la vida. Y es tal vez por eso que me atrae tanto el firmamento, porque me sirve igual para sentir y retratar la realidad en la que vivo, como para hacer brotar el recuerdo y sugerirme lo imaginado o lo supuesto; ya que es, al mismo tiempo, espacio científico y ensueño, testimonio y relato del paso del tiempo. Y es que el cielo, de noche, tiene un punto místico, pues en él se funde, sin saber cómo, el pasado y el presente de la existencia de la vida que a todos nos une.

Decía San Agustín que “el mundo ya se ha hecho viejo”. Yo también voy camino de serlo y no soy el único a mi edad en rememorar los recuerdos. Nuestros antepasados griegos y romanos también lo hicieron y soñaban hacia atrás, con otros pasados tiempos. Termino, os dejo, regreso al silencio.

 

lunes, 11 de julio de 2022

¿Por qué tenemos el cerebro que tenemos?

 

Según afirma la física y doctora en Neurociencia Sara Teller, la última evolución de nuestro cerebro tuvo lugar hace unos 100.000 años, cuando nuestra especie, el Homo Sapiens Arcaico, estaba aún en el Paleolítico y vivíamos de la caza, de la pesca y de la recolección de frutos silvestres. Pero… ¿por qué tenemos el cerebro que tenemos? ¿Qué ha pasado en la historia de la evolución humana para que el cerebro funcione como funciona? A este respecto, cuando la inmensa mayoría de nosotros nos preguntamos por qué aumentó de tamaño y se desarrolló nuestro cerebro, la respuesta más lógica y recurrente es contestar: para poder pensar y desarrollar la inteligencia más y mejor. Así pues, es habitual presuponer que nuestro cerebro se va haciendo más grande y evoluciona porque razonamos, convirtiendo este hecho en el súper poder de nuestra especie. Pero, como sostiene la citada científica, la realidad es que el cerebro no evolucionó para pensar, sino para sobrevivir. Para entenderlo, nos dice, hay que regresar unos cuantos millones de años atrás y situarnos en el período en el que las líneas evolutivas de los seres humanos y de los chimpancés se separaron y en el cual aparece algo nuevo y muy significativo para nuestra evolución: la caza como actividad. Se supone que, de alguna manera, una criatura de nuestros ancestros más remotos, pudo percibir la esencia de otra criatura de su especie y se la contó con su primigenio lenguaje al resto del grupo. Y como, por otra parte, ellos habían presenciado ya que unos animales se comían a otros, debieron de comprender que eso era algo bueno. De hecho, para cazar, en sí mismo, no era necesario poseer un gran cerebro; pero, en un hábitat en el que había muchos depredadores de nuestros más lejanos antepasados, su cerebro si tuvo que evolucionar para no ser comidos y evitar los peligros a los que estaban expuestos. Y, en consecuencia, esas criaturas comenzaron a desarrollar complejos procedimientos y técnicas de caza en aquel mundo que resultaba tan competitivo y peligroso y en cuyo nicho ecológico desplegaban su existencia. Es decir, desarrollaron habilidades para poder comer y no ser comidos y, además, sistemas de localización para ubicar y descubrir a sus presas. En resumidas cuentas, esas criaturas que podían percibir mejor su entorno y que habían ampliado métodos de movimiento más sofisticados tenían más posibilidades de sobrevivir. No obstante, también tenían que ser muy eficientes porque si perseguían una presa y se desplazaban demasiado por el entorno, otro depredador podía detectarlos y llegar antes que ellos al lugar en el que estaba la presa y comérsela. Y, por otro lado, si gastaban mucha energía en su actividad de caza cuando no era necesario, podrían verse en peligro al sentirse amenazados en otro momento y no tener suficientes fuerzas para correr y poder salvar sus vidas. O sea, que ser eficaces energéticamente fue clave para la supervivencia de la especie. En síntesis, en aquella época evolutiva, las criaturas que tenían un buen sistema de prevención sobrevivieron y las que no lo tenían desaparecieron. De manera científica, en biología, este proceso se conoce con el nombre de “Alostasis” y dicha alostasis, para su correcto funcionamiento necesitaba un cerebro eficaz. De hecho, nuestro actual cerebro, supervisa de manera eficiente más de 600 músculos de nuestro cuerpo, equilibra docenas de hormonas distintas, bombea sangre a un ritmo de 7.600 litros diarios, regula la energía de miles de millones de células, elimina los desechos de nuestro organismo y combate enfermedades, entre otras cosas, y todo esto de manera ininterrumpida a lo largo de nuestra vida.

 

La Mañana 11.07.2022

En este marco, volviendo al comienzo sobre el por qué evolucionó nuestro cerebro de homo sapiens, aunque todavía no hay una respuesta contundente, sí se supone que el motivo más importante no fue la racionalidad, ni la imaginación, ni la creatividad o la empatía, sino que la causa más trascendente, parece ser que fue la de gestionar nuestro cuerpo eficazmente y predecir la eficiencia energética para poder sobrevivir. Y es que los 1.400 gramos de nuestro cerebro, que es su peso aproximado, dedican su principal función a ahorrar la energía necesaria para poder subsistir, ya que dicho órgano consume él solo el 20% de nuestra energía corporal. Y consecuentemente, para ello, era imperioso y obligado, a la vez, que nuestro cerebro pudiera aprender. A este respecto, según explican los neurobiólogos, la curiosidad fue y sigue siendo el motor fundamental que utiliza nuestro cerebro para promover el aprendizaje, motivar la investigación y suscitar la exploración de lo desconocido. Es decir, hemos llegado hasta aquí con todo nuestro desarrollo científico y tecnológico, gracias, al aspecto emocional de dicho órgano. En otras palabras, nuestro cerebro aprende gracias a esa energía que viene programada genéticamente en todos los organismos y que llamamos emoción. Y es la raíz y fundamento, conjuntamente con la explicada anteriormente, de la supervivencia de nuestra especie. Por lo tanto, es vital instruirse y asimilar; lo cual, lo que comporta y consigue en el fondo es hacer agrupaciones de acontecimientos que causan trasformaciones en las neuronas y sus relaciones con otras neuronas, tejiendo conexiones que se desarrollan y crecen a lo largo de muchas zonas del cerebro.

 

Sintetizando, el cerebro no es algo aislado e inmutable, sino todo lo contrario. De hecho, hoy en día, gracias a los avances de la neurociencia, sabemos que existe la neuroplasticidad; es decir a la capacidad que poseen las células nerviosas y sus conexiones de adaptarse rápidamente a estímulos provenientes del exterior e interior. Ya nos lo sugirió el escritor griego Plutarco cuando dijo que “El cerebro no es un vaso por llenar, sino una lámpara por encender”.

 

 

 

viernes, 1 de julio de 2022

Somos nuestro cerebro.

 

La inteligencia, las emociones, la personalidad, las decisiones, la consciencia, los sueños…, todo lo que el ser humano es, radica en el cerebro. Sin embargo la neurobiología todavía no entiende cómo funciona. Según Rafael Yuste el prestigioso neurobiólogo español, profesor de ciencias biológicas en la Universidad de Columbia e ideólogo del proyecto BRAIN, dicho desconocimiento es un problema exclusiva y específicamente técnico; pues, actualmente, no se posee la tecnología adecuada para poder comprenderlo. Hoy por hoy, nos dice el citado científico, se sabe que el cerebro es un órgano de unos 1.300 grs. a 1.400 grs. de peso, constituido por unas 8.500 millones de neuronas y cada neurona conectada con otras por unas 10.000 a 20.000 conexiones, formando una red. Dichas neuronas están activas o inactivas según lo que hagamos en cada momento y, de todo esto, de una manera todavía misteriosa, surge nuestra mente, todo nuestro comportamiento y, en realidad, todo lo que somos, porque los seres humanos, fundamentalmente, somos animales mentales.

 

La Mañana 01.07.2022

En este contexto, en el “Capítulo 8” de la magnífica serie de programas de Iñaki Gabilondo Cuando ya no esté. El mundo dentro de 25 años, emitido por el Canal de Televisión #0 de Movistar+ en 2016, en el que el citado periodista entrevista a Rafael Yuste, el científico nos cuenta que hoy en día, del cerebro, se sigue conociendo muy poco. Se dominan las estructuras a nivel muy general y también las conexiones que tiene como órgano, así como lo que hace cada unión de sus hemisferios. Ahora bien, no tenemos ni idea de las conversaciones que pasan por dichas conexiones, pues no somos capaces de descifrarlas. En el mundo científico existe la sospecha de que el cerebro es emergente. Es decir, el pensamiento podría ser el resultado de una actividad conjunta de miles de neuronas que se encuentran dispersas por el cerebro y, si no se logra ver cómo funcionan todas a la vez, difícilmente podremos saber lo que es un pensamiento. Se está intentando también saber lo que es la conciencia, pero hasta que no sepamos qué es un pensamiento, resulta imposible que conozcamos qué es la conciencia.

 

Actualmente, los neurobiólogos tienen una gran dificultad en comprender el funcionamiento de nuestro cerebro, ya que si de la Hydra, que es el ser vivo con el cerebro más primitivo y elemental de la naturaleza, no se entiende todavía ni siquiera la mecánica de su actividad, ¿cómo se va a conocer el de nuestra especie que somos los que tenemos el cerebro más sofisticado? Es por ello que los científicos están intentando descifrar el lenguaje que utilizan las neuronas para comunicarse entre ellas, su código; o sea, su idioma, que es todavía una incógnita. Y es esta la razón por la que, cuando los neurobiólogos observan el funcionamiento del cerebro de un humano, no pueden descifrar lo que ocurre, ya que desconocen el lenguaje que utiliza.

 

Posiblemente sea esta complejidad existente la que ha propiciado la propagación de un mito muy extendido, que solamente usamos el 10% de nuestro cerebro y es que el mito se alimenta del poco conocimiento que tenemos de su funcionamiento. A este respecto, una buena prueba de ello es el conocido hecho de que algunos monjes budistas a través de la meditación son capaces de transformar las ondas cerebrales, con lo cual pueden generar habilidades que al resto de los humanos nos resultan imposibles. En resumen y dicho de otra forma, esto quiere decir que utilizamos el 100% del cerebro, pero solamente conocemos el funcionamiento del 10% de su capacidad.

 

Vivimos en una época en la que las investigaciones están franqueando nuevos horizontes y se descubren y divulgan cambios formidables. En mayor o menor medida, la mayoría de nosotros somos conscientes de que estamos diciendo adiós a un ciclo de nuestra humanidad y que otro se está formando a gran velocidad. En este futuro más o menos inmediato, gracias a las nuevas  tecnologías y los ordenadores cuánticos, nuestra especie quizá pueda desentrañar un día qué es la materia y la energía oscura. O cómo se ha creado el universo; pero creo que nunca sabremos por qué y para qué. Considero que es, de alguna manera, una pregunta sin respuesta. Y tal vez sea sí, porque no debemos olvidar que somos nuestro cerebro; pero todo se enreda cuando las incógnitas sobre lo que realmente es, piensa y hace nuestro supremo órgano se desplazan al futuro. En este sentido, la guerra de Ucrania es un claro ejemplo. Y es que, como dice un proverbio árabe, los ojos no sirven para nada a un cerebro ciego.

 

Continuará…