viernes, 15 de septiembre de 2023

Últimos días de verano que ya saben a otoño.

 

La melancolía que invariablemente nos acomete cuando se acerca el otoño, no es otra cosa que la tristeza que sentimos al contemplar el estío que se nos escapa; al mismo tiempo que metáfora de la vida que camina ya sin freno hacia el final. Y es que cuando uno va llegando a cierta edad y se encuentra metido de lleno en el declive de su historia, el futuro es un horizonte escaso e incierto. Y tal vez por ello, como consecuencia del inexorable efecto que tiene el paso del tiempo sobre los objetos que me rodean, sobre las personas que me acompañan y también sobre mis propios sueños, cuando llega el otoño, los días se me van tornando más cortos, la luz se vuelve más lánguida y una cierta pereza se instala en mi cuerpo.

No obstante, la vida es una permanente sorpresa donde lo único seguro, además de la muerte, es que no hay nada seguro. Y eso me ocurre en este estrenado septiembre al contemplar en algunos de estos pasados días, el brillo dorado de unos sorprendentes atardeceres, inesperados, vertiginosos y casi súbitos, que me han pillado desprevenido y me han hecho mantener la indudable sensación de que aún me queda bastante tiempo. Seguramente por eso, cuando la tristeza otoñal apunta insidiosa hacia mi mente busco un efecto placebo y me enfrasco en la lectura de algún libro inédito de entre los muchos que tengo pendientes de la larga lista que voy haciendo y/o salgo por la ciudad a dar un paseo para sentir de nuevo palpitar el corazón en su seno.

 

Salgo pues, hoy, a caminar y casi de golpe han regresado olvidados sentimientos. Atravieso la pasarela. Penetro en los Camps Elísis y mientras recorro su desierto paseo, reparo que sus árboles descansan calmosos mostrando su armonioso esqueleto y que desprenden un rudo perfume, un aroma a hierbas y tomillo macerados con orines de perros. Descubro con tristeza el verde espacio que en sus entrañas cobija los descuidados jardines y unas fuentes huérfanas de su valioso elemento. Hace ya años que este placentero espacio perdió su frondosa y acogedora alegría y en él no se ve corretear ni jugar a los niños, ni a jóvenes madres dar una vuelta impulsando el carrito para adormecer a su hijo, ni a los ancianos charlando en sus bancos reviviendo otros tiempos. Hoy, en él, únicamente he visto abandono, he sentido amargura y un hondo y penetrante silencio, como si se hubieran muerto.

 

La luz de este cercano otoño desde el Pont Vell, llena de magia la belleza de la piedra de la Seu Vella erguida sobre la colina que envuelve la ciudad. Indíbil y Mandonio, los caudillos iberos, ilergete uno y ausetano el otro, que lucharon por la independencia de sus respectivos reinos, frente a Roma y Cartago, trayendo a la memoria sus recuerdos, me saludan a mi paso como si fuera un antiguo guerrero. En la Plaza de Sant Joan, que en estas fechas y a estas horas es un hervidero de gente, unas cuantas personas sentadas en las terrazas de las cafeterías, conversan animadamente y miran cómo el público entra y sale de los comercios, mientras la enorme Silvestra, la campana de la Seu, da la hora haciendo retumbar el aire del cielo.

 

A las puertas de la fachada de la Paeria se ha detenido el tiempo, unos ancianos sentados en el “banc del sinofós”, siguen arreglando el mundo entre ellos. En la Capilla de Sant Jaume, Peu del Romeu, dedicada originariamente a la Virgen de las Nieves, un pobre viejo apoya su cuerpo y su cabeza en la pared del carrer Major al tiempo que pide limosna con la mirada perdida mirando hacia el cielo. La bondad parece desbordar sus ojos. Y tal vez por eso, unos niños que transitan junto a sus padres, con sus escolares mochilas a cuestas, se acercan, por un instante le observan, y le dejan unas monedas sin comprender lo que le pasa al desdichado viejo. Y es que la vida, en muchas ocasiones, parece responder a un guión escrito sobre nuestra cuna y llamamos casualidad al fruto del azar y no a las causas que a ese estado de indigencia le condujeron. En el Institut d'Estudis Ilerdencs, hay varias exposiciones, una de ellas, “Joan Oró, a la cerca de l'orígen de la vida”, nos muestra algunos de los más relevantes hitos conseguidos por el mundialmente famoso bioquímico lleidatá, nacido en el barrio de La Bordeta, que participó en los Programas Apolo y Viking de la NASA y cuyas investigaciones, plasmadas en la teoría de la panspemia,y posteriores descubrimientos fueron clave para comprender el origen de la vida en nuestro planeta.

 

Durante el resto del paseo, miro, me fijo, escucho atento y pienso con un temor no retórico que me encuentro en un espacio diferente. Y es que llega el otoño y aunque hay todavía mucha gente en la calle, la luz de la tarde se ha vuelto silenciosa. Y hay instantes que el Turó de Gardeny tarda tanto en digerir la puesta infinita del sol que parece que lo puede vomitar en cualquier momento. Va cayendo el día. Una gran paz llena de armonía estos soplos de tiempo y mis pensamientos toman los colores del ocaso en el firmamento. Regreso a casa. Enciendo el televisor. Afuera comienza la noche y late como un fantasma, el cielo es ahora un rectángulo sin pájaros ni estrellas. No hay moraleja con melancolía y, además, amenaza lluvia.

 

lunes, 4 de septiembre de 2023

Luna llena del penúltimo día de agosto.

 

La constelación del can o del perro asoma en el cielo nocturno de España entre el 15 de julio y el 15 de agosto. Habitualmente, es en esta fase del estío cuando la llamada canícula del verano se impone de forma inexorable. Sin embargo, en este especial año que atravesamos, las sucesivas olas de calor han sido y están siendo casi la norma general de este período vacacional excepcionalmente caluroso que nos ha demostrado la realidad del cambio climático. Y es que ha hecho y hace tanto calor y soportamos un sol tan abrasivo, que en muchos rincones de Cataluña y España han sonado la freiduría de chicharras y en los barrancos y descarnadas rieras la sequía ha logrado hacer jadear a la arrugada tierra dejándola con la boca abierta en espera de un agua milagrosa que no llegaba.

 

Con este desolador panorama, acabo las vacaciones con la misma desgana con la que me iría de una casa de campo en la que hubiera pasado el estío, con esa indolencia antigua y toda la lentitud y anchura que tienen los recuerdos veraniegos de la infancia. Quizás por eso, para guardar y edulcorar mejor las presencias y añoranzas, ayer, penúltimo día de agosto, a media tarde, cuando ya había caído la solana y comenzado la marinada, salí a caminar siguiendo un sendero que va sorteando fincas hasta llegar a una casi solitaria playa donde el mar ofrece un refugio tranquilo lejos del bullicio de la playa de la Ardiaca. Me tumbé sobre la arena y al cabo de un breve rato surgió una pequeña esperanza. El cielo se tiznó de un gris prometedor. Miré las nubes con el anhelo de una inminente descarga que aplacara el casi insoportable calor que padecemos, pero lamentablemente no llegó el agua. Apenas cuatro gotas, las justas para dejar salpicada la arena, mojada levemente mi cara, algunos diminutos charcos en la vereda y ávido el corazón en un bostezo similar al de la desgana.


Pasada la decepción de la lluvia, al cabo de unas dos horas, inicié el retorno agradeciendo la rara armonía de la tarde, viendo sonreír picaronamente al sol que parecía bailar acariciado por las cercanas crestas de la sierra de Llabería, mientras se aproximaba al diario ritual de esconderse tras sus montañas. Caminaba en silencio, sin mirar atrás, musitando para mis adentros, el mes se acaba. Y con él, la dilatada tarde estival cubierta primero de grises y luego de azules celestes y verde amarillos que el otoño anunciaban. Al llegar a la desembocadura de la riera de Riudecanyes había aún una luz intensa. Ni una nube en el horizonte. Un tenue silencio y serenidad en el ambiente. Invitación para continuar el apacible paseo por la orilla de la playa. Sed de agua en el litoral sur Mediterráneo del Baix Camp, junto a tanta agua salada. Sed de vida. Sed y esperanza de que llegue un otoño lluvioso y benéfico que renueve la vida y la alegría en estas tierras abrasadas por el anómalo estío.

 

Todo cambia en estos finales días de mes y se acomoda al dudoso progreso y al salvaje desarrollo del ocio veraniego en esta zona de la Costa Dorada. En el camping Joan, inmutable testigo del ir y venir de la gente en sus entrañas, se veían rápidas despedidas. Varias familias organizaban la marcha y lo abandonaban hasta el año que viene con nostalgia en la mirada. Cerca de unas palmeras que adornan la playa, unos jóvenes lloraban semiescondidos; tal vez, por la forzosa e irremediable rotura de un iniciado amor de verano que se les acababa. Se abrazaban con fuerza y se miraban a los ojos buscando un consuelo que aparentemente no hallaban. Es de suponer que eran conscientes de que el tiempo había llegado a su fin y con él que su sueño de amor se agotaba. Contrastes de sentimientos llenos de desencantos, ilusiones y esperanzas.

 

El cielo se había teñido de naranja y unos tenues y postreros rayos de luz acompañaban, por momentos, el rumor de la vida y el de las olas de la playa. Seguía caminando en silencio por el paseo Marítimo cuando, de pronto, llegaron los negros y veloces vencejos revoloteando sobre el comenzado ocaso. Chirriantes, ebrios de los últimos rayos de luz, llenos de vida y libertad, alzando su vocerío para eclipsar al silencio. Una docena de ellos subían y bajaban por el cielo, chillando como en una boda, capturando los insectos. Prodigiosos animales los vencejos. Portentosa es la vida, y mágicos han sido los pasados días veraniegos.

 

Es fascinante la luminosidad del estío cuando se acerca hacia su ocaso. Seduce con unas noches que nunca empiezan o comienzan tan pronto que aún es de día. No obstante, poco a poco fue cayendo la tarde, llegando la oscuridad y, como si fuera un milagro, apareció la luna llena del penúltimo día de agosto Miré nuevamente al cielo buscando alguna rezagada perseida y pedí un deseo, mientras la luna, como en la Canción del Pirata de Espronceda, en el mar rielaba. Y es que la vida es corta y se nos pasa mientras se desean cosas. Tal vez, mañana o pasado llueva.