miércoles, 21 de agosto de 2019

Tiempo de verano: entre la nostalgia y el presente



El verano está siendo caluroso. Hemos pasado un julio abrasador, bochornoso, con registros caniculares casi desconocidos. Un verano de calor africano similar al que llevo grabado en mi memoria desde la lejana etapa de mi infancia. En aquellos años, el tiempo no avanzaba en los estíos, se detenía y aparentaba ser eterno, imperecedero. No hacía nada especial; pero, disfrutaba hasta tal punto que llegaba a olvidarme de mí mismo. Quizá por ello, me costaba tanto entender por qué razón llegaba un día en el que las olas derrumbaban los castillos de arena y de mi mente construidos en la orilla de la playa, y se acababa el verano.
En el silencio de mis pensamientos hecho la vista atrás y recuerdo con nostalgia aquellos tiempos. Y es que mi mundo, al mundo de aquel niño, todo le parecía bien. Allí, junto al Lukus, en aquella playa de arena blanca del litoral atlántico, un día, se cerraron las puertas de mi infancia para siempre.
La Mañana 21.08.2019

Más de seis décadas separan aquellos veranos de mi niñez del actual. Hoy en día, desde hace años, cada estío, regreso a la villa marinera de Cambrils. Y en la costa de ese mar Mediterráneo tan azul, aun cuando, igualmente, todo sabe a sal y todo huele a mar, no veo el mundo de la misma manera que en mi infancia. Ahora siento que el tiempo pasa volando, a un ritmo acelerado. Mi diaria sinfonía de verano transcurre de forma definida, concreta. A ratos, dorándome en la playa de la Ardiaca. A ratos, apresado en esas dos sencillas tareas solitarias de leer y de escribir. Leer, una afición, y escribir un placentero afán y compromiso que desde hace años vengo cultivando. Una y otra se tornan solubles en los quehaceres y esparcimientos de la vida diaria. Y, como si se tratara de un mágico espacio temporal, me ayudan a mirar hacia atrás y hacia adelante llevándome a reflexionar si, de dónde vengo y dónde ahora estoy, es solamente el sueño de una sombra del verano. Otros ratos, los vivo disfrutando de la agradable compañía de amigos y familia, en un constante e invariable fluir que incluye: conversaciones, paseos, ocupaciones domésticas, siestas y algunas apacibles salidas nocturnas, para tomar algo en el chiringuito de Torrente y no retornar a casa demasiado tarde. Y también saco algunos momentos, aunque no todos los días, para deleitarme con esos dos fascinantes sucesos que siempre están ahí. Y que son especialmente bellos: el ocaso y la aurora.

Dos resplandores de luz que el resto del año se sobreentienden, ya que la mayoría de los días no los veo. El crepúsculo porque cuando llega, unas veces las nubes, otras la lluvia y otras una sutil tela grisácea, taponan el firmamento y no advierto la misteriosa grandeza que se construye con el residuo de un día y el principio de un sueño. Y el alba, que en verano impresiona por su hermosura y por el silencio que inunda todo al despuntar el día, no la contemplo; porque a esa hora no miro al cielo, pues estoy en brazos de Morfeo. No obstante, tal vez la verdadera causa de no observar el anochecer, en el que la luz se desliza hasta adormecerse, y el amanecer, ese instante en el que nada respira y todo es silencio, es que me resulta difícil parar la ansiedad que me produce la vida cotidiana y no soy capaz de hacer una pausa y dedicar unos momentos a perder el tiempo contemplando el cielo.

Probablemente, sea real que la añoranza y sus recuerdos son una clara muestra de envejecimiento. Es posible. O, a lo mejor, es que la edad y las experiencias impulsan mi mirada retrospectiva de manera cálida y benévola y lo que hace es recordarme el ayer con memoria afectuosa, y el verano me anima especialmente a ello. Eran, sin duda, otros años, otros ritmos y otros cielos y, por eso, el recuerdo es también un registro de un tiempo ya pasado. Una época, unos instantes en los que el sol se quitaba las telarañas del crepúsculo y, casi sin tiempo, retornaban los amaneceres. Debe ser cierto, que la nostalgia incendia el recuerdo y aviva el deseo de que mis sueños de niño se vuelvan a hacer realidad. Lo cual no es poco. De hecho, lo es todo.

lunes, 5 de agosto de 2019

La vida no tiene sentido. (2ª parte)



Venimos de las estrellas. De unos elemento inorgánicos que, como planteó Alexander Oparin, tras una serie de procesos evolutivos que se iniciaron con la formación de la Tierra primitiva y de la atmósfera, dieron origen a la vida. Es decir, que fue a partir de sustancias inorgánicas y bajo la acción de diversas fuentes de energía, como se sintetizaron abiogénicamente los primeros compuestos orgánicos. Posteriormente, la concentración y agregación de éstos dio lugar a la formación de otros compuestos de mayor complejidad y este proceso continuó hasta el surgimiento de las primeras células. A partir de ese momento, se produjo la polimerización; esto es, la transformación química mediante la cual, a partir de moléculas elementales parecidas o iguales, se sintetizaron polímeros bajo la actividad de diversas fuentes de energía.

A continuación, aparecieron estos microscópicos polímeros diseminados en agua, aislados del medio adyacente por una configuración similar a las membranas celulares. Eran estructuras que no tenían vida, pero que alcanzaban a ser estimadas como organizaciones pre-biológicas; pues en ellas, empezaban a mostrarse el trueque con el medio ambiente, captaban elementos y los agregaban a sus conformaciones. Nuestro planeta estaba en continua evolución y en el templado y primitivo océano se enlazaron los aminoácidos, proteínas y distintas clases de hidrocarburos para constituir lo que calificamos con el nombre de coacervados. O sea, sistemas formados por la unión de variadas moléculas que, conforme evolucionan en complejidad, van distanciándose del medio acuoso y se constituyen como unidades autónomas que interactúan con el medio.
La Mañana 5.08.2019

Consecuentemente, sabemos de dónde venimos; pero, llegados a este punto, cabe preguntarse ¿qué es la vida? Y la respuesta no puede ser otra que, como nos dice el biólogo estadounidense Roger Kornberg, “la vida es química; simplemente química, ni más ni menos y nada menos”. Y es que debido a un procedimiento llamado transcripción, las células poseen la capacidad de reproducir las instrucciones escritas en su ADN y reescribirlas en otro idioma; en el de las moléculas de ARN que son diestras y están instruidas para abandonar el núcleo celular. Y dicho ARN es el que rige y encauza la elaboración de las proteínas; que son, como hoy día es bien sabido, las indiscutibles intérpretes de la vida.

Así lo consideran los científicos; ya que, básicamente, las proteínas son las que hacen todo. Transmiten la información que hay en nuestros genes, a pesar de que en nuestro cuerpo tenemos 200 tipos diferentes de de células. Todas con las mismas instrucciones genéticas; es decir, con toda la información del ADN y son ellas las encargadas de activar los genes que van a permitir que una célula se transforme en tejido del corazón, de la sangre, del sistema nervioso, del páncreas o de la piel, por citar algunos ejemplos. Y esta medida la asumen en el momento de transcribir la información desde el ADN al ARN. Por ello, si se realiza un fallo; esto es, si se acciona el gen incorrecto o por error se provoca una alteración en una sola de las miles de letras de un gen, se puede ocasionar una enfermedad. Así de sencilla y, a la vez, compleja es la vida. Dicho todo lo anterior, quedan algunas preguntas más en el tintero. ¿Qué somos? Solamente química, como afirma el investigador Roger Kornberg, o ¿conocer nuestro origen químico tiene, además, un atributo y naturaleza de carácter filosófico? Este es el quid de la cuestión.

En todo caso, somos animales que piensan y, a partir de ese hecho de pensar, nace la filosofía. Ahora bien, antes de que el proceso evolutivo diera al ser humano la capacidad de pensar, existieron homínidos no humanos que ya eran capaces de crear algún tipo de pensamiento o, al menos, eso nos gusta colegir. En definitiva, ¿cuándo, cómo, y por qué comenzó el pensamiento racional? Según un reciente estudio publicado en la revista Science, hace unos 350.000 años, bastantes años antes de lo que se consideraba hasta la fecha, comenzó a existir el homo sapiens. ¿Cómo razonábamos entonces? ¿Y el homo sapiens sapiens; esto es, la subespecie que abarca a todos los seres humanos actuales, reflexionábamos ya de manera análoga a la actual? Hoy en día se sabe que, este cercano familiar nuestro vivía ya en grupos muy unidos, con códigos compartidos y con creencias religiosas. Por lo que cabe deducir que no poseía un pensamiento en solitario; sino, un pensamiento social que era favorecido, cada vez más, por la selección cultural, lo que ayudaba a mantener compacto al grupo.

En resumen, si nuestra naturaleza humana no diverge mucho de la del chimpancé y el cerebro no deja de ser más que una suma de cables e interruptores químicos, tal vez convendría que nos desembarazásemos de la opinión de que somos lo que pensamos. Por lo tanto, ¿qué somos? No somos ni mente ni cuerpo. Quizás, somos consciencia. Una consciencia que busca afanosamente un sentido a la vida y que nos diferencia de otras especies. La consciencia está detrás de todo y no es algo que tengamos que adquirir; puesto que ya está ahí. El resto es silencio. En consecuencia, ¿qué sentido tiene la vida? Su único propósito lo establecen nuestros genes y lo proyecta y manifiesta el funcionamiento de nuestra mente. En otras palabras, desde esta perspectiva, la vida no tiene sentido; aunque la mayoría de la gente se resiste a la idea.