El término “identidad” proviene del vocablo latino identïtas, que especifica y hace alusión al conjunto de rasgos y características que diferencia a un individuo o grupo de individuos de los demás. Es a partir de este vínculo que las personas logran distinguirse del resto; aunque esto depende siempre de la cosmovisión e historia propia del grupo e individualmente del contexto en el que cada uno vive. La identidad es considerada, por tanto, como un fenómeno subjetivo, de elaboración personal que se construye simbólicamente en interacción con otros y que va ligada a un sentido de pertenencia a un determinado grupo étnico y sociocultural con el que consideramos que compartimos características en común.
El concepto y noción de identidad no es una idea nueva que haya surgido a mediados del pasado siglo XX como consecuencia de las preocupaciones e intereses del mundo moderno, sino que es utilizado desde los albores de los tiempos para distinguir a unas determinadas tribus e individuos de otras. La primera referencia documentada de identidad se remonta a la última etapa del segundo milenio antes de Cristo. En concreto, se trataba de unas tablillas de terracota que tenían grabados, en caracteres cuneiformes, el nombre y demás datos personales del interesado. Un sistema que fue introducido por los asirios en razón de que su imperio estaba habitado por múltiples grupos étnicos y poblaciones diversas y tuvieron la necesidad de diferenciarlos mutuamente entre ellos. Siglos después, una evolución de esta forma de documentación apareció en el Imperio Romano. Y, desde ahí, con múltiples y variadas casuísticas, como el guidaticum utilizado en la Edad Media, ha llegado a nuestros días con la ineludible determinación de distinguirnos unos de otros.
La Mañana 29.11.2022 |
La identidad personal se cimenta a partir de un procedimiento a través del cual los individuos componemos nuestra propia imagen y establecemos una serie de creencias sobre el tipo de persona que somos y las cualidades y características que nos distinguen de los demás. Sin embargo y pese a este afán diferenciador personal y colectivo, en este mundo globalizado en el que hoy vivimos, casi todo el mundo parece idéntico porque nadie quiere o no tiene tiempo para diferenciarse. Y, tal vez por eso, la mayoría de las personas no son las que dicen que son ellas, sino que son otras; pues sus pensamientos, buena parte de las veces, son las opiniones de otros y sus vidas una pura y simple imitación de algún famoso o la copia y parodia de una corriente o moda.
En este sentido, todos tenemos un NIF, en el que pone quién se supone que cada uno es. Y es un error, ya que, como digo anteriormente, ni siquiera el portador sabe, en esencia, muy bien quién es. Decía Nietzsche, que toda identidad es un engaño o una máscara y es imposible concebir una conceptualización para la “identidad”, pues no se pude pensar en ella en términos racionales. Por consiguiente, tal y como nos indica el filósofo alemán, creo efectivamente que no hay identidades y la lógica, como tantas otras cosas, es una farsa, ya que de hecho, solamente hay procesos. Toda realidad está formulada y está constituida para sentir y ser sentida. Y son las sensaciones y las aspiraciones de cada uno las que nos guían en nuestro viaje por la vida. El diálogo permanente y perpetuo de esos dos conceptos es, a mi modo de ver, el que genera el carácter de nuestra identidad, nuestra manera de entender la existencia y poder llegar a lo único real, el conocimiento. Solo el conocimiento tiene luz propia, todo lo demás brilla con una luz reflejada. Y es que la vida es un proceso de aprendizaje en el que también afloran los sueños. Y los sueños, mientras se producen, son tan reales como la propia existencia. Unas visiones, esperanzas y anhelos que emergen desde el inconsciente, tanto si estamos dormidos como si soñamos despiertos. Son procesos, sensaciones y juicios que, muchas veces, nos aportan aspectos complementarios de una esencia más profunda y que ascienden a la realidad cuando uno a través de ellos se transforma. En síntesis, quiero decir con esto que la identidad de un individuo no es el nombre que tiene, ni el lugar donde nació, ni la fecha en que vino al mundo; sino que la identidad de una persona consiste, simplemente, en ser, pues el ser es lo único que no puede ser negado. No obstante, también soy consciente de que todos nosotros somos contradictorios, complejos, difíciles; es decir, no tan simples como aparentemente decimos que somos y, además estamos llenos de prejuicios. Unos prejuicios, genéticos por una parte y experimentales por otra, que son una respuesta rápida de nuestro sistema límbico ante determinadas configuraciones que presentan nuestros semejantes. Y tal vez por eso, como nos advierte nuestro filósofo José Antonio Marina, la globalización está provocando un obsesivo afán de identidad que va a provocar muchos enfrentamientos; pues mientras nuestras cabezas se mundializan, nuestros corazones se localizan.