La memoria es el recurso
de una misteriosa y casi inexplicable función organizada del cerebro que
nos permite archivar, custodiar y recuperar a voluntad información. La define
la Real Academia Española, como la facultad psíquica por medio de la cual se
retiene y recuerda el pasado. Y en la filosofía escolástica, se la considera
como una de las potencias del alma.
Debe ser, probablemente, una
mezcla de las tres enunciaciones; ya que, según cuentan, en un principio, Dios creó
la memoria para que meditáramos sobre quiénes somos. Pero…, el ser humano,
inconformista y rebelde, descubrió el “olvido” para no sufrir. Luego, con el
paso del tiempo, al cabo de unos 3.000 años, alguien, en Tebas, capital del
Imperio Medio y Nuevo del antiguo Egipto, compró el olvido y se hizo un experto
en su divulgación. Tuvo que registrar un nombre para el producto y, para
confundir y desconcertar a los posibles compradores, dispuso que se llamara del
mismo modo que la había bautizado el Creador, “memoria”. Posteriormente, hacia
el siglo V a.C, lo puso a la venta en la antigua Grecia y en las florecientes
ciudades Fenicias. Y desde ellas, por el Mediterráneo, como tantas otras cosas,
el novedoso producto recaló en Ampurias y en varias ciudades del reino de
Tartessos y llegó hasta nosotros. Ahora, todos creemos que consumimos memoria
cuando, en realidad, lo que malgastamos y usamos es olvido.
El más importante y trascendental
resultado que causa este producto es hacernos creer que hemos sido testigos
indispensables del mundo, actores de nuestras vidas. Es mentira; pues, en
esencia, no pasamos de ser más que figurantes secundarios o mera suposición,
pero sin texto ni rol que interpretar. Quizá, por eso, fantaseamos que somos
otros, para poder subsistir sin demasiados sobresaltos. Y, cada septiembre,
guardamos con reverencia las fotos del estío en el ordenador. Y, comenzamos a
emplear las tardes de los domingos, para ver ganar a nuestro equipo favorito.
Y, un día antes, llenamos el carro del supermercado, comprando una o dos cosas
que necesitamos y otras mil que no precisamos. Y, entre medias, nos inscribimos
en un gimnasio, en cuanto el calendario nos dice que ha llegado enero.
En realidad, la vida, es otra historia
y tiene distinta esencia.; pero, no nos damos cuenta. En ocasiones, cuando
renunciamos a utilizar el precitado producto, la existencia se cuela entre las
rendijas de nuestra mente, un relámpago nos ilumina y estamos, como Pablo, a
punto de caernos del caballo. Y tal vez una noche, recostados en la cama, la
lectura de un ensayo nos apuñala por la espalda y nos trae al presente el
olvido que seremos. O, imprevistamente, un día cualquiera, paseando por la
calle, sentimos que nos falta el aire, al percibir un perfume que nos trae los
recuerdos de unos días más felices de otros tiempos. Y al momento, buscamos
desesperadamente, entre la multitud, el rostro de esa persona a la que amamos
un determinado crepúsculo o durante un cierto tiempo. Y la gente, al cruzarse y
ver el espanto en nuestro rostro, gira su cabeza, y nos mira y nos ven como lo
que somos. Y
entonces, no tenemos más remedio que seguir el protocolo, dejamos de buscar y
fingimos que actuamos normales mirando el reloj o haciendo como que alguien nos
llama por el móvil. Disimulamos. Y, acto seguido, seguimos andando…
Y al llegar a casa, agitados y
desconcertados aún por el perfume, con acto mecánico, encendemos el televisor.
Y ahí, con ese mágico e imprescindible aparato tecnológico, se nos proporciona
la siguiente dosis de olvido. Unas veces, la tomamos con los manipuladores
informativos que nos muestran unos hechos que ciertamente ocurrieron; pero, que
no pasaron así, tal cual los cuentan. En otras ocasiones, la obtenemos a través
de esas tertulias políticas que, desde primera hora de la mañana hasta altas
horas de la noche y con la firme voluntad de ofrecer un espectáculo, han
conquistado la parrilla televisiva. Los espectadores necesitamos y anhelamos
resultados. Se nos brindan ganadores y perdedores y el debate político se
resuelve a golpe de la eficacia escénica audiovisual. La tramoya gana a la
trama. Y así, nos hacen creer que nuestra vida se vuelve más inteligente, más
normal.
Y…, si no nos atrae y convence
esa función, hay otras que versan sobre fútbol en las que nadie habla de fútbol.
O nos programan comedias agradables, o series de terror donde el terror es placentero,
o películas de intriga y policiacas en las que descubrimos que el simple hecho
de vivir sin sobresaltos, puede ser la cosa más atractiva de este mundo, o nos
presentan fantásticos concursos, en los que lo más importante es el amor, que
todo lo puede... Luego, nos vamos a la cama. Y nuestros sueños se convierten en
otra comedia más.
Soy del otoño. Y este otoño me
proclama y me confirma todas las cosas que he ganado y he perdido. He vivido y
aún vivo, soñando despierto. Ajeno a otros sueños no cumplidos, a los amores no
correspondidos, a los desencuentros con algunos amigos. Y vivo, también,
encadenado a la muerte y a la pérdida de mis seres queridos. Sé quién soy, porque
en mi memoria tengo, afincados y presentes, los recuerdos de los hechos que en
mi vida ha habido.
Y así pasan los días y así pasan
los años. Y casi todos nosotros, caminamos y vamos imaginando que quizás, tal
vez, quién sabe, acaso… Para sobrevivir hay que recordar algunas cosas. Pero no
todas. Necesitamos descanso, para evitar el olvido, para no perder la memoria… Y
más vale que no sea necesario optar entre la memoria y el olvido; pues allí,
donde la hurgues, la memoria duele.
Como decía el poeta Ángel
González en la última estrofa de su poema A mano amada, “Reconozco los rostros. No hurto el cuerpo. Cierro
los ojos para ver y siento que me apuñalan fría, justamente, con ese hierro
viejo: la memoria”.