Hace unos días, tomando café en
Lo Marraco con mi mujer y una amiga muy querida, comentábamos nuestra
percepción de estar viviendo unos tiempos difíciles, confusos y quizás hasta
temerosos. En el ambiente, en las tiendas, por la calle, se aprecia una cierta
crispación que, quizás, previene a un cambio de época. Y es que actualmente, el
mundo, parece estar totalmente desordenado. Es como si nada estuviera en su
sitio o, al menos, en el sitio en el que nos parece que ha estado siempre hasta
hace poco más de una década. Tal vez sea porque la ética o la moral o ambas a
la vez, han desaparecido o esfumado en el comportamiento general de la sociedad
mundial. Y, sobre todo, en las conductas y actuaciones de los políticos, en
general, y de algunos gobiernos en particular que han dejado de ser referentes
de la población de los Estados. Y estos hechos nos afectan, ineludiblemente, a los
ciudadanos.
El mundo se está llenando de
ruido y de confusión y este advenimiento propicia nuestro malestar, aumenta
nuestra ansiedad, nos provoca cierto temor y nos hace vivir con miedo. Un miedo
y desconfianza que comenzamos a tener casi todos y que se manifiesta, entre
otras formas, en el imperioso deseo de querer que nos solucionen las cosas los demás y encima que nos las solucionen de inmediato, sin darnos cuenta de que las
vicisitudes las pelea uno mismo o, evidentemente, no las pelea nadie por
nosotros. Es por ello, por lo que considero, que sería necesario que tomásemos
conciencia de todos los hechos que nos afectan diariamente como ciudadanos y,
en consecuencia, cuando corresponda, participemos y elijamos individualmente el
rumbo que deseamos, sin que nos lo marque nadie, en lugar de esperar a ver qué
pasa.
Publicado en Segre y La Mañana el 18.10.2018 |
Hace ya muchos años que Thomas
Hobbes, el filósofo inglés considerado uno de los fundadores de la filosofía
política moderna, sentó las bases de la teoría contractualista y descubrió que
no hay ningún sistema más perfecto para controlar a una sociedad que la
coyuntura de que ésta tenga un poco de miedo. Y dicha situación, la tenemos ya
casi asumida. De hecho, nunca como ahora, las sociedades democráticas
occidentales habían estado gobernadas por políticos tan atrabiliarios y
populistas como el Presidente de EE.UU. Donald Trump, por racistas como el primer ministro húngaro Viktor Orbán o
por extremistas y xenófobos como el ministro del Interior italiano Matteo
Salvini, por citar algunos ejemplos. Pero, aunque no nos gusten, ahí están,
metiendo ruido, haciendo todo el estropicio posible y creciendo en votos; lo que
inquieta y hasta atemoriza a la ciudadanía, no sin cierta razón.
Y es que me
resulta insistente la percepción de que nos hemos habituado, como si fuera una
realidad virtual, a que un prepotente, narcisista y arrogante manipulador como
Donald Trump, sea el Presidente del país más poderoso de occidente y del
planeta. O que en varios Estados de la UE, los grandes corrimientos de ideas
vayan propiciando que los ciudadanos otorguen su confianza a partidos de
extrema derecha. Unos partidos políticos que están tocando ya el poder y que
tienen como objetivo la destrucción de ese proyecto único en la historia
que ha logrado el que, los Estados europeos, hayan superado un pasado marcado
por el conflicto y las guerras.
La democracia actual sufre una
hiriente huida de élites intelectuales, bien preparadas, que se refugian en la
empresa privada al no encontrar suficientes incentivos y/o acomodo en la
política institucional o el sector público del Estado. Y, la peor consecuencia
de este acontecimiento es que, si no cambia la tendencia, todos seremos
gobernados, esporádica o continuamente, por políticos mediocres, oportunistas y
vividores.
Algo raro está
pasando y es que casi nada y casi nadie están en su sitio. Es como tener la
impresión de que la sociedad está en un régimen de inestabilidad permanente. Lo
comprobamos aquí, en nuestro país, leyendo la prensa, viendo los telediarios de
las cadenas de televisión o escuchando los informativos de las emisoras de
radio; la situación política es muy penosa. Y digo esto porque cuando
salen las encuestas del CIS, vemos que las preocupaciones de los ciudadanos no
son las mismas que valoran los políticos. La gente, lo que deseamos y queremos
son cosas muy concretas: tener trabajo, una buena sanidad y educación,
posibilidad de acceso a la vivienda, erradicar la corrupción, unas pensiones
dignas; es decir, medidas sociales. Y, sin embargo, vemos que en el Parlamento
del Estado, “sus señorías”, no se ocupan de esas cosas, sino que se dedican a
tirarse “másteres” a la cabeza, a discutir inútilmente sobre alianzas con
determinados partidos o a polemizar si se debe o no sacar al dictador Franco de
donde está.
Y lo más curioso y
extraño de esta situación es que nos estamos acostumbrando a ella. Todo
parece estar como prendido con hilos que en cualquier momento se pueden romper.
Y gobernar así debe ser complicadísimo. Me niego a creer que, de seguir de tal
manera, en un futuro quizá no muy lejano, tengamos que resignarnos a continuar
escribiendo con lágrimas las páginas de nuestra historia.
¿Qué nos pasa entonces? No lo sé,
quizá, que la ceguera para ver lo que nos pasa, nos impide averiguar lo que
pasa. No obstante, no nos quejemos de cómo va ahora todo, que siempre puede ir
a peor…
Acabamos el café, nos despedimos y nos fuimos para casa.