La arbitrariedad con la que se impuso en 1948, la creación e independencia del Estado de Israel, con la consiguiente expulsión de más de dos millones de palestinos y otras pequeñas etnias minoritarias, marcó el fin del mito de la convivencia entre católicos, musulmanes y judíos en esa tierra considerada “santa” por las tres religiones monoteístas. En consecuencia, el inevitable resentimiento ha dejado sus marcas indelebles a lo largo del tiempo. Y este resentimiento ha sido y es acompañado por una inmensa ceguera, por cierta complacencia y/o por la connivencia de nuestras sociedades, hoy día tan mundializadas, en ese persistente sentimiento de disgusto hacia el considerado causante de ofensas y daños y que se manifiestan en actos hostiles. Esta es, la manera trágica de encerrarse en la incomprensión y redoblarla, con la que actúan los contendientes, y la pasiva forma como la contemplamos desde nuestro confortable mundo accidental. Y si a esa inmensa ceguera se le suma, por parte del mundo político occidental, un casi sepulcral y muy escogido silencio o de tibias declaraciones a las partes en conflicto. Y la deformación de la información de los medios de comunicación social, sobre lo que esta tragedia conlleva. Y le unimos una lamentable ausencia del relato sobre el origen de la contienda, que favorece los intereses del polo agresor provocado por el revés electoral de Netanyahu y, sobre todo, por las acusaciones de corrupción y cohecho que pueden llevarle a la cárcel, ¿cómo no comprender la arabofobia y el sionismo que lo acompañan?
El problema de este largo conflicto es que la animadversión se retroalimenta mutuamente, como también se alimenta la exasperación del más débil. Es un círculo vicioso que provoca heridas sin curar, que no sanan con la venganza, ni tampoco con las “justicias” del derecho a defenderse aplicadas por una de las partes durante el presente y todos estos pasados años. El resentimiento sigue vivo y cada día se va acumulando más, inexorablemente. Y la situación de llegar a una paz justa entre estos dos pueblos semitas, con dos religiones distintas, pero que son dos primos que se reclaman hijos del mismo padre, el patriarca Abraham, el primero que dicen que llegó a lo que es hoy el territorio en disputa, no tiene solución alguna a la vista de los acontecimientos. En este contexto, ambas colectividades, judíos israelíes y palestinos, se auto-reivindican como descendientes de dos pueblos antiguos que habitaron la región: los hebreos y los filisteos. Sin embargo, existe una realidad histórica sobre la posesión de esta tierra en disputa que les contradice. Y es que la demanda y exigente reclamación de ambas colectividades por el territorio de dichos pueblos antiguos es, en cierta forma, limitada; ya que ninguno de los dos ascendientes: ni hebreos ni filisteos, son originarios de la región. Sea como fuere, al menos de momento, una solución justa entre ambos pueblos en conflicto se hace inviable; entre otras razones por esa gran cantidad de rencor y de rabia que a lo largo de los años han ido acumulando. Y es que el odio y los mutuos agravios nacen y se acrecientan, sobre todo, de la negación del reconocimiento del otro y del desconocimiento que tienen ambas sociedades de su propia historia común. Pero, ¿de qué historia estamos hablando?; pues de esa en la que todo depende de la función que la atribuyan quienes la escriben. Lo que me lleva a pensar que, si el presente al que nos enfrentamos es trágico, y para los países actores e historiadores que propiciaron el reparto de esa tierra fue imprevisto, ¿no es tal vez porque entendieron y se entendió mal el pasado de ambos pueblos?
Por otro lado, existe la tendencia a ver este conflicto como una oposición entre el bien y el mal. Y, obviamente, todo depende de qué lado lo analicemos. Pienso que esta disputa, no es solamente una oposición entre palestinos e israelíes, sino la disyuntiva y antagónica rivalidad de dos legitimidades equivalentes, de dos puntos de vista ciertamente opuestos e irreconciliables; pero…, ambos defendibles. Por ello, lo importante debería ser focalizar una solución que conllevara las necesarias habilidades políticas y de justicia que rebajara y ayudara a resolver el conflicto. Y desear, de cara al futuro, que no se convierta en una nueva Antígona, esa tragedia de Sófocles que culmina con la muerte de todos los contendientes.