Qué misteriosa y sorprendente es la memoria humana. Cómo si del más eficaz escribano se tratase, toma nota, registra, clasifica y guarda diligentemente nuestras experiencias, emociones, sentimientos, conocimientos y habilidades. Y no solamente lo guarda, sino que además lo mantiene sin fecha de caducidad, ya que el tiempo del calendario que nosotros utilizamos, significa muy poco para ella. Y es que la memoria, como dijo Endel Tulving, el neurocientífico cognitivo estonio-canadiense y profesor de la universidad de Toronto, es un truco que ha inventado la evolución para que sus criaturas podamos comprimir el tiempo físico. Y de esta forma, convertir un montón de historias que forman nuestra biografía e identidad en un archivo único, íntimo y personal. No obstante, a pesar de poseer tantas habilidades, la memoria resulta para muchas personas una gran desconocida y quizás por ese desconocimiento generalizado, se la minusvalora y relega a un segundo plano en su importancia dentro del complejísimo y casi desconocido órgano que es el cerebro humano. Y tal vez sucede así, porque el fenómeno de la memoria se resiste, como el más impenetrable arcano, a revelar todos sus secretos a la investigación científica, tanto si se aborda desde un plano neurobiológico, como si se hace desde el cognitivo o mental. Y si bien se conoce hoy en día que la memoria humana es una función cerebral que permite al organismo codificar, almacenar y recuperar información del pasado, lo cual quiere decir que es una capacidad fundamental para el aprendizaje, la resolución de problemas y la toma de decisiones; se ignora dónde se ubica exactamente. En este último sentido, los neurobiólogos actuales, están de acuerdo en que el lugar en el que se encuentra la memoria no se circunscribe a una zona concreta del cerebro, sino que, según parece, está distribuida por todo el órgano cerebral y conectada a través de redes neuronales. De hecho, investigaciones de estos últimos años han permitido conocer y entender que la corteza prefrontal está involucrada en la memoria a corto plazo; esto es en la memoria de trabajo y el control ejecutivo que ayuda a mantener y manipular la información relevante para las tareas cognitivas, como tomar decisiones inmediatas o estructurar un discurso. Asimismo, esta región del cerebro, junto con el hipocampo, es también la que almacena la memoria autobiográfica que nos permite recordar, a partir, aproximadamente, de los tres años, los eventos de nuestra vida y la formación del “yo”. Igualmente, el hipocampo, que se encuentra en la parte interior del lóbulo temporal, está implicado en la memoria a largo plazo, especialmente en la llamada memoria explícita que contribuye a consolidar y recuperar los recuerdos de hechos y eventos y a formar mapas mentales del espacio, como, por ejemplo, recordar la hora de una cita o un suceso ocurrido hace años. De igual modo, a amígdala, que se localiza cerca del hipocampo, está comprometida en la memoria emocional que favorece codificar y recordar los aspectos afectivos de los recuerdos, especialmente los que están relacionados con el miedo y el estrés. Y de la misma manera, el cerebelo, que se halla en la parte posterior del cerebro, está enredado en la memoria procedimental que es la que ayuda a aprender y automatizar las habilidades motoras, sensoriales y cognitivas, como, por ejemplo, montar en bicicleta o tocar un instrumento musical. Y es que la memoria es una función tan compleja del cerebro que implica varias regiones y procesos, y es por ello, como indico anteriormente, que no hay un único lugar donde se almacenen todos los recuerdos, sino que depende del tipo y la duración de la memoria.
La Mañana 29.05.2024 |
Por otro lado, en contra de lo que tendemos a pensar, los recuerdos que nos aporta la memoria no son representaciones mentales permanentes, sino construcciones mentales transitorias; es decir que cada vez que evocamos un recuerdo, nuestra memoria lo guarda y, por consiguiente, si un determinado recuerdo lo contamos siete veces, la memoria archiva las siete versiones que hemos contado. Y, además, lo que guarda no son versiones literales de los recuerdos, sino más bien exposiciones esquematizadas. Y parece ser que esto lo hace así porque la memoria humana no está diseñada para registrar copias análogas de la realidad, entre otras razones, porque la realidad no existe hasta que una mente la interpreta. En otras palabras, esto quiere decir que no registramos nuestras experiencias como lo hace una cámara, sino que reconstruimos los recueros añadiéndoles emociones o conocimiento agregados posteriormente.
En consecuencia, somos nuestra memoria, ese imaginario museo de formas vacilantes, esa infinidad de espejos rotos que tienden a recomponerse aunque sea a costa de no recomponer la realidad. Un ovillo de palabras e imágenes cuya fragilidad comprobamos al intentar recordar un hecho concreto. Es en esos momentos en los que recurrimos a ella, cuando nos damos cuenta lo vulnerable que es y cómo puede distorsionar erróneamente aquello que recordamos, llegando incluso a elaborar falsas presencias e imaginarias nostalgias y evidencias. Y es que, ya nos lo advirtió Einstein: “Lo que te quepa en el bolsillo, no lo guardes en el cerebro”.