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viernes, 31 de octubre de 2025

Homo erectus, éxodo primigenio camino de Oriente Medio

 

El Valle del Rift fue y siguió siendo el hogar del Homo erectus. Una región privilegiada para su supervivencia, pues ofrecía todo lo esencial para que esta especie prosperara: agua, alimento, refugio y materiales para fabricar herramientas. Durante generaciones, habían aprendido a caminar, cazar, recolectar y sobrevivir; conocían cada roca, cada manantial, cada curva del río que brillaba como espejo en la mañana. Sin embargo, hacía tiempo que el sol ardía sobre la sabana como un fuego lejano y constante; las lluvias se retrasaban, los verdes prados se volvían amarillos, el viento traía consigo el olor de la tierra seca, y los animales que alimentaban su hambre huían en busca de otros pastos o se desplazaban hacia tierras desconocidas y lejanas. La vida allí había comenzado a tornarse inquieta. Surgían tensiones, miradas duras, disputas por el fruto más jugoso; un instinto primitivo de dominio que empujaba a los más fuertes a someter a los demás, y a otros, a separarse del grupo. Los niños y los más débiles, sintiéndose señalados y vulnerables, empezaban a sentir miedo. La agresividad, dormida en el fondo de sus huesos, se transformó en impulso de cambio. Y es que, si la vida se volvía hostil incluso en aquel paraíso, ¿por qué no buscar un lugar donde nadie los reclamara, donde pudieran caminar sin miedo a ser desafiados y tal vez morir en la disputa? Y así, como un río que se abre paso hacia el mar, un día, seguramente de primavera, que renueva la vida y las fuerzas de la naturaleza, un pequeño grupo de entre veinte y treinta individuos se levantó al alba y emprendió la marcha, dejando atrás el hogar conocido del Gran Valle del Rift. Avanzaban juntos, hombro con hombro, siguiendo el rumor del agua y el rastro de las manadas que habían aprendido a cazar. Cada piedra que recogían, cada rama que rompían para hacer herramientas, eran testigos de su valentía primitiva y su curiosidad indomable.

 

Las primeras jornadas transcurrieron en silencio, roto solo por los vociferados gritos de los jóvenes, el llanto de algunos niños y los gruñidos de alerta de los que marchaban en cabeza, ante la presencia de depredadores que acechaban en la hierba alta de la sabana. Cada noche se refugiaban en grietas volcánicas o bajo árboles frondosos, compartiendo el calor de sus cuerpos y la certeza de que sobrevivir dependía de mantener la unidad del grupo. Y así, a lo largo de cien a doscientos mil años —es decir, entre 5.000 y 10.000 generaciones— los descendientes de aquellos exploradores primitivos avanzaron lentamente hacia el noreste, atravesando el valle del Nilo y los áridos corredores que se abrían hacia lo desconocido. Sus pasos apenas dejaron huellas en la tierra, pero marcaron la primera gran expansión humana fuera de África. Con cada río cruzado y cada llanura recorrida, aprendían a interpretar el paisaje, a cazar nuevas presas y a reconocer refugios seguros, transmitiendo ese conocimiento de generación en generación.

 

La Mañana 30.11.2025

Finalmente, tras muchos siglos de caminatas y estrategias de supervivencia, aquel linaje alcanzó las tierras del Oriente Medio, donde los ríos y los bosques ofrecían nuevas oportunidades y desafíos. Habían recorrido miles de kilómetros, se habían enfrentado a sequías, a depredadores y a la incertidumbre de lo desconocido, pero lo habían logrado. Cada individuo que avanzaba en aquella larga marcha no era solo un cuerpo; era un portador de memoria, de herramientas, de un instinto que iluminaba su consciencia y estimulaba la inteligencia para continuar impulsando a otras generaciones futuras hacia continentes y lugares aún más lejanos. Y es que, en ese caminar hacia lo desconocido, el Homo erectus no solo buscaba alimento y refugio, sino su propio destino. Un arranque y esfuerzo feroz y valiente, del que nacería lo que siglos después llamaríamos Homo sapiens: el inicio de la Humanidad.

 

Aquellas huellas, borradas por los vientos y las eras, quedaron en silencio bajo la arena. Sin embargo, millones de años después, en los mismos valles de Oriente Medio por los que nuestros antepasados vagaban sin mapas, otros hombres volverían a caminar esas tierras, pero esta vez no para descubrirlas sino para disputarlas, levantando muros, alambradas y banderas, como si pudieran poseer la tierra que un día fue de todos y de nadie. Y es que la historia de la migración es la historia de la supervivencia, un relato que precede a cualquier frontera, tratado o escritura sagrada. Y, sin embargo, en un giro paradójico, parece que hemos olvidado esos primeros pasos comunes, reemplazando el instinto natural de movimiento por el aferramiento inamovible a la tierra en nombre de antiguas promesas.

 

Mucho antes de que Yahvé repartiera escrituras celestiales, ya había okupas más antiguos: el Homo erectus paseaba por esas tierras sin saber que, millones de años después, alguien reclamaría el terreno en nombre de un contrato firmado en el cielo. Tal vez por eso, hoy, sobre la misma arena donde caminó el Homo erectus, se escribe con sangre un genocidio que sirve de pretexto para expulsar de su tierra a los palestinos de Gaza y borrar las huellas de su pasado. Y es que, en tiempos de brutalización, el que no atemoriza pierde. Es el signo de estos convulsos tiempos

 

domingo, 12 de octubre de 2025

Homo erectus, primera huella de nuestra consciencia.

 

Hace incontables lunas, cuando la Tierra aún susurraba en lenguas que todavía hoy no comprendemos, el destino del ser humano empezó a tallarse en silencio. En ese remoto ayer —dos millones de años atrás—, el cerebro del Homo erectus, en su paciente danza evolutiva, alcanzó un umbral sagrado: los novecientos centímetros cúbicos. Fue entonces, en ese cruce invisible entre la materia y el misterio, cuando brotó la chispa primera de la protoautoconsciencia en algún individuo de uno de los linajes de nuestros más antiguos ancestros. No era aún pensamiento pleno; todavía no había símbolos ni lenguaje complejo, pero sí el temblor de una identidad naciente. Aquel ser comenzó a mirarse desde dentro, a reconocerse como uno entre muchos, a trazar planes, a tender la mano, a guardar memorias como quien colecciona estrellas en la noche. Así nació el germen de lo que somos: criaturas capaces de recordar, de imaginar, de construir juntos el relato de lo vivido. Todo ello surgió desde un susurro cerebral que acabó convirtiéndose en canto humano.

 

La Mañana 25.11.2025

El alba de la consciencia no llegó de golpe, sino como una claridad tímida, como la primera luz que anuncia el amanecer. Es probable que el primer destello de esa incipiente consciencia se produjese cuando uno de ellos se vio reflejado en el río, temblando en la superficie, y no lo confundió con otro. Sintió —sin palabras todavía— que ese cuerpo era él, que sus manos eran las mismas que habían golpeado la piedra y encendido la llama de un recién nacido fuego. Y tal vez fue entonces, en ese instante remoto, cuando el mundo dejó de ser para él solo un lugar donde sobrevivir, y pasó a convertirse en un misterio que merecía ser comprendido.

 

Y así, entre el murmullo del agua y el crujir del fuego, en una región de África Oriental conocida como el Valle del Rift, que hoy incluye partes de Etiopía, Kenia y Tanzania, emergió la cuna misma de la humanidad y epicentro de vida. Fue allí donde el Homo erectus se engrandeció, marcando el inicio de un viaje que cambiaría para siempre el destino del mundo. Su origen no es solo un lugar en el mapa, sino el eco de un pasado vibrante, donde cada río y cada colina guardan el rastro de nuestros primeros pasos. Y es que, en esa consciencia primigenia, para los hombres y mujeres de dicha especie, el fuego, más que calor, se convirtió en ritual. La piedra ya no era solo una herramienta sofisticada, sino que, con ella, comenzaban a dar los primeros pasos hacia el pensamiento simbólico, aunque de forma extremadamente incipiente y aislada, como mudos testimonios en zonas abiertas o asentamientos al aire libre. Cada trazo era un intento de decir lo que aún no podía nombrarse, de capturar el tiempo, de dejar constancia de que habían estado allí y de que habían sentido. Y la memoria se volvió raíz. Ya no bastaba con vivir: había que recordar y en ese rememorar, nació el deseo de transmitir, de enseñar, de proteger. El grupo dejó de ser simple manada y pasó a convertirse en tribu, en historia compartida. El lenguaje, aún en su forma más rudimentaria, empezó a brotar como brota la savia en primavera: sonidos cargados de intención, gestos que tejían significados. Fueron, al principio, gruñidos dispersos que poco a poco se articularon, quizá al compás del tam-tam de la danza alrededor del fuego, hasta transformarse en órdenes, en plegarias y acaso en consejos. Aquellos alaridos inconexos que se lanzaban al cruzarse acabaron por unificarse en un grito común, con un significado compartido y aceptado por la tribu. Y en ese germen sonoro, el lenguaje comenzó su largo viaje desarrollándose en formas cada vez más intencionadas: el de nombrar lo invisible, el de transformar el miedo en canto, el silencio en palabra y hasta en lenguaje sonoro el silencio

 

La consciencia - esa llama que no se ve pero que arde-  comenzó a expandirse como el fuego en la noche. Descubrieron cómo comunicarse rudimentariamente entre ellos, a mirar el cielo y preguntarse por su lugar en él. A mostrar cierto respeto hacia los muertos, aunque no de forma sistemática ni ritualizada, sino como quien intuye que la vida no termina en el último aliento. A realizar trazos simples, lo que abre la posibilidad de comportamientos representativos rudimentarios. Así lo demuestra la “concha de Trinil”, que es el testimonio más fiel y aceptado hasta ahora encontrado en la isla Indonesia de Java, con 500.000 años de antigüedad y un trazado en zigzag. No es “arte” en el sentido pleno, pero sí constituye la evidencia más antigua de un grabado intencional, lo que sugiere que Homo erectus tuvo alguna forma de pensamiento abstracto y conceptual incipiente. Y aprendieron también a cantar alrededor del fuego, efectuar rituales de magia muy elementales, imaginar lo que no estaba presente, a soñar con lo que aún no existía... Y así, poco a poco, el Homo erectus dejó de ser solo criatura del mundo, para convertirse en su intérprete, en su guardián, en su poeta. Porque desde aquel primer reflejo en el río, no dejó de buscarse. Y en esa búsqueda, fue descubriendo el universo entero. (Continuará)