El Valle del Rift fue y siguió siendo el hogar del Homo erectus. Una región privilegiada para su supervivencia, pues ofrecía todo lo esencial para que esta especie prosperara: agua, alimento, refugio y materiales para fabricar herramientas. Durante generaciones, habían aprendido a caminar, cazar, recolectar y sobrevivir; conocían cada roca, cada manantial, cada curva del río que brillaba como espejo en la mañana. Sin embargo, hacía tiempo que el sol ardía sobre la sabana como un fuego lejano y constante; las lluvias se retrasaban, los verdes prados se volvían amarillos, el viento traía consigo el olor de la tierra seca, y los animales que alimentaban su hambre huían en busca de otros pastos o se desplazaban hacia tierras desconocidas y lejanas. La vida allí había comenzado a tornarse inquieta. Surgían tensiones, miradas duras, disputas por el fruto más jugoso; un instinto primitivo de dominio que empujaba a los más fuertes a someter a los demás, y a otros, a separarse del grupo. Los niños y los más débiles, sintiéndose señalados y vulnerables, empezaban a sentir miedo. La agresividad, dormida en el fondo de sus huesos, se transformó en impulso de cambio. Y es que, si la vida se volvía hostil incluso en aquel paraíso, ¿por qué no buscar un lugar donde nadie los reclamara, donde pudieran caminar sin miedo a ser desafiados y tal vez morir en la disputa? Y así, como un río que se abre paso hacia el mar, un día, seguramente de primavera, que renueva la vida y las fuerzas de la naturaleza, un pequeño grupo de entre veinte y treinta individuos se levantó al alba y emprendió la marcha, dejando atrás el hogar conocido del Gran Valle del Rift. Avanzaban juntos, hombro con hombro, siguiendo el rumor del agua y el rastro de las manadas que habían aprendido a cazar. Cada piedra que recogían, cada rama que rompían para hacer herramientas, eran testigos de su valentía primitiva y su curiosidad indomable.
Las primeras jornadas transcurrieron en silencio, roto solo por los vociferados gritos de los jóvenes, el llanto de algunos niños y los gruñidos de alerta de los que marchaban en cabeza, ante la presencia de depredadores que acechaban en la hierba alta de la sabana. Cada noche se refugiaban en grietas volcánicas o bajo árboles frondosos, compartiendo el calor de sus cuerpos y la certeza de que sobrevivir dependía de mantener la unidad del grupo. Y así, a lo largo de cien a doscientos mil años —es decir, entre 5.000 y 10.000 generaciones— los descendientes de aquellos exploradores primitivos avanzaron lentamente hacia el noreste, atravesando el valle del Nilo y los áridos corredores que se abrían hacia lo desconocido. Sus pasos apenas dejaron huellas en la tierra, pero marcaron la primera gran expansión humana fuera de África. Con cada río cruzado y cada llanura recorrida, aprendían a interpretar el paisaje, a cazar nuevas presas y a reconocer refugios seguros, transmitiendo ese conocimiento de generación en generación.
Finalmente, tras muchos siglos de caminatas y estrategias de supervivencia, aquel linaje alcanzó las tierras del Oriente Medio, donde los ríos y los bosques ofrecían nuevas oportunidades y desafíos. Habían recorrido miles de kilómetros, se habían enfrentado a sequías, a depredadores y a la incertidumbre de lo desconocido, pero lo habían logrado. Cada individuo que avanzaba en aquella larga marcha no era solo un cuerpo; era un portador de memoria, de herramientas, de un instinto que iluminaba su consciencia y estimulaba la inteligencia para continuar impulsando a otras generaciones futuras hacia continentes y lugares aún más lejanos. Y es que, en ese caminar hacia lo desconocido, el Homo erectus no solo buscaba alimento y refugio, sino su propio destino. Un arranque y esfuerzo feroz y valiente, del que nacería lo que siglos después llamaríamos Homo sapiens: el inicio de la Humanidad.
Aquellas huellas, borradas por los vientos y las eras, quedaron en silencio bajo la arena. Sin embargo, millones de años después, en los mismos valles de Oriente Medio por los que nuestros antepasados vagaban sin mapas, otros hombres volverían a caminar esas tierras, pero esta vez no para descubrirlas sino para disputarlas, levantando muros, alambradas y banderas, como si pudieran poseer la tierra que un día fue de todos y de nadie. Y es que la historia de la migración es la historia de la supervivencia, un relato que precede a cualquier frontera, tratado o escritura sagrada. Y, sin embargo, en un giro paradójico, parece que hemos olvidado esos primeros pasos comunes, reemplazando el instinto natural de movimiento por el aferramiento inamovible a la tierra en nombre de antiguas promesas.
Mucho antes de que Yahvé repartiera escrituras celestiales, ya había okupas más antiguos: el Homo erectus paseaba por esas tierras sin saber que, millones de años después, alguien reclamaría el terreno en nombre de un contrato firmado en el cielo. Tal vez por eso, hoy, sobre la misma arena donde caminó el Homo erectus, se escribe con sangre un genocidio que sirve de pretexto para expulsar de su tierra a los palestinos de Gaza y borrar las huellas de su pasado. Y es que, en tiempos de brutalización, el que no atemoriza pierde. Es el signo de estos convulsos tiempos

