Las nuevas tecnologías imprimen una enorme
velocidad a nuestras comunicaciones habituales. Sin embargo, sin querer
aparecer como catastrofista o algo parecido, lo cierto es que este hecho
provoca en los jóvenes una especie de afasia en su vocabulario. Con tal de
expresar más conceptos con menos palabras y de manera más rápida, al escribir,
van suprimiendo tantos caracteres que comienza a ser inquietante por el
parecido que va teniendo, lo que intentan decirnos, con el Morse. Vivimos en
una época en la que la velocidad es el todo. Una época a la que denominamos
pomposamente como la era de la información; aunque entiendo que, quizá, sería
más correcto denominarla como la era de los WhatsApps . Y el problema es que la
palabra WhatsApp significa, hablando coloquialmente, ¿qué pasa? ¿Y qué es lo
que pasa?, pues que los mensajes que a millones van diariamente circulando de
un lado al otro del planeta, no son realmente información hasta que no se
expresan y modulan adecuadamente. Por ello, aprender a leer el lenguaje de los
whatsapps es casi tan complejo como aprender a organizar los datos en un nuevo
idioma. Un extraño e insólito lenguaje en el que cada palabra la descifra no el
órgano del oído, sino la vista. Y esto, siempre y cuando tenga uno un campo de
visión muy amplio; pues, en caso contrario, invariablemente lo veremos todo muy
borroso, en lugar de visualizarlo con meridiana nitidez, que es el origen y
fundamento de la herramienta del lenguaje.
En este
sentido transcendente de la voz y la palabra, y a modo de ejemplo, refiero un
hecho que tozudamente se repite en mi vida cada cierto período de tiempo. Tengo
un amigo navarro que es un verdadero experto en Micología. Cada año, cuando nos
vemos en verano, me habla con pasión de algunas de las más de treinta variedades
que recoge en los montes de su tierra: el Cantharellus cibarius, el Boletus
edulis, la Amanita caesarea, la Seta calabaza, el Laetiporus sulphureus, el
Lactarius deliciosus, los Rebozuelos, las Colmenillas, los Pleurotos, los
Bejines o Cuescos de lobo y otras muchas más… y me quedo absorto escuchándole.
Luego, algún mes más tarde, cuando ya el estío camina hacia su ocaso y aparecen
las primeras lluvias, a veces, salgo al Solsonès, el Pallars Sobirá o el Alto
Ribagorça, en busca de semejantes manjares gastronómicos. Constantemente
obtengo el mismo resultado, regreso a casa con las manos vacías; pues, aunque
vea setas y hongos por doquier, soy un ignorante consumado en la materia y no
me atrevo a recoger ninguna. Y es que, como dice el profesor, crítico y teórico
de la literatura comparada, George Steiner: “No hay que confundir la
información con el conocimiento”.
¡Qué razón llevas! Y el ejemplo es muy bueno.
ResponderEliminarUn abrazo.
Jaime