Nos es muy frecuente
escribir sobre sensaciones, aunque la vida sea casi un sinfín de sobresaltos,
impresiones y emociones. Digo esto porque, desde que he comenzado el año, no sé
qué me sucede con el tiempo que se me otorga cada día, pero es como si un
duende me lo robara. El caso es que no paro en toda la jornada y, sin embargo, cuando
llega el momento de echarme en brazos de Morfeo, tengo la
sensación de que no he hecho todo aquello
que me debería proporcionar más satisfacción: leer, escribir, ir al cine,
asistir a alguna conferencia, visitar una exposición, acudir a un concierto o personarme en el teatro, cuando alguna obra aterriza en la ciudad,
y realizar las actividades físicas diarias propias de un jubilado. Y es que,
ahora, a tanto ya no llego.
Quizá sea porque, a partir
de una determinada edad, la percepción del tiempo nos cambia según las
actividades que realicemos. O bien porque, al estar en un momento de mudanza de
ciclo, miro con añoranza aquello que he vivido y, por eso, me quejo de que el
tiempo se encoge y las cosas no sean tal como fueron. Sea lo que sea, y a
pesar de ser consciente de que el mundo evoluciona, todavía sigo creyendo que
hay hechos que no deberían cambiar nunca: la honradez en el desempeño del
trabajo, la consideración que debemos a los demás, el escrupuloso sentido de la
ética, la solidaridad etc. Seguramente todo eso sigue existiendo, pero se revisten
con otras formas a como las he vivido y…, entonces, me ocurre como con el
tiempo, que se me escapan o yo no las veo. Intento entenderlo, pero mis parámetros
son diferentes y esto, probablemente, me condiciona a la hora de analizar correctamente
la situación actual de la sociedad, de la cultura y de nuestra propia
civilización en esta etapa, en este proceso y en este momento. Y, en
consecuencia, llego a una conclusión que entiendo que, tal vez, es incorrecta:
todo es una fantástica engañifa. Y en esta mentira y enredo incluyo hasta la propia
existencia; pues, la vida, casi sin darme cuenta, se me va convirtiendo en la
ficción de una realidad que ya no existe. Y es que se da la paradoja de que la
vida, a la vez, lo es todo y no es nada. Quizá, porque nuestra imaginación nos agranda tanto el tiempo que hacemos de la
eternidad una nada, y de la nada una eternidad. O, tal vez, porque esa
eternidad definida como una perpetuidad sin principio, sucesión,
ni fin, sea la que Aristóteles definía como “el tiempo que perdura
siempre".
La Mañana 19.03.2019 |
Con relativa frecuencia,
me gusta irme al pasado porque me permite ver mejor el presente. Es la mejor
manera con la que he conseguido entender que cada día que pasa no es no es un
día más, sino un día menos. De este modo y con esta actitud logro valorar mejor
lo que realmente importa. Y darme cuenta de que he llegado a una edad en la que
escoger bien el propio tiempo, es ganar tiempo; porque luego, para nada tendré un
minuto, ni un segundo, ni un momento...El tiempo no es sino el espacio que hay entre
nuestros recuerdos y el mañana es sólo un adverbio de tiempo. ¡Quién pudiera
vivir en ese universo espejo, del que nos hablan algunos científicos, en el que
el tiempo fluye hacia atrás…!
Quién sabe si aún estoy a tiempo de
pensar el tiempo. Ese tiempo que acaso cabría definir como un espejo móvil de
la eternidad. A lo mejor, yo veo el tiempo como lo veo porque desde pequeño me
enseñaron a callar, para dejar hablar al tiempo. Silencio. Tempus
fugit