El verano está siendo
caluroso. Hemos pasado un julio abrasador,
bochornoso, con registros caniculares casi desconocidos. Un verano de calor africano similar al que llevo
grabado en mi memoria desde la lejana etapa de mi infancia. En aquellos años, el
tiempo no avanzaba en los estíos, se detenía y aparentaba ser eterno,
imperecedero. No hacía nada especial; pero, disfrutaba hasta tal punto que llegaba
a olvidarme de mí mismo. Quizá por ello, me costaba
tanto entender por qué razón llegaba un día en el que las olas derrumbaban los
castillos de arena y de mi mente construidos en la orilla de la playa, y se
acababa el verano.
En el silencio de mis pensamientos hecho
la vista atrás y recuerdo con nostalgia aquellos tiempos. Y es que mi mundo, al mundo de aquel niño, todo
le parecía bien. Allí, junto al Lukus, en aquella playa de arena blanca del litoral atlántico, un
día, se cerraron las puertas de mi infancia para siempre.
La Mañana 21.08.2019 |
Más de seis décadas separan aquellos
veranos de mi niñez del actual. Hoy en día, desde hace años, cada estío, regreso a la villa marinera de Cambrils. Y en la costa de ese mar Mediterráneo tan azul, aun cuando,
igualmente, todo sabe a sal y todo huele a mar, no veo el mundo de la misma
manera que en mi infancia. Ahora siento que el tiempo pasa volando, a un ritmo
acelerado. Mi diaria sinfonía de verano transcurre de forma definida, concreta.
A ratos, dorándome en la playa de la Ardiaca. A ratos, apresado en esas dos
sencillas tareas solitarias de leer y
de escribir. Leer, una afición, y escribir un placentero afán y compromiso que
desde hace años vengo cultivando. Una y otra se tornan solubles en los quehaceres
y esparcimientos de la vida diaria. Y, como si se tratara de un mágico espacio
temporal, me ayudan a mirar hacia atrás y hacia adelante llevándome a
reflexionar si, de dónde vengo y dónde ahora estoy, es solamente el sueño de una sombra del verano. Otros ratos, los vivo disfrutando de la agradable compañía de amigos y
familia, en un constante e invariable fluir que incluye: conversaciones, paseos,
ocupaciones domésticas, siestas y algunas apacibles salidas nocturnas, para
tomar algo en el chiringuito de Torrente y no retornar a casa demasiado tarde.
Y también saco algunos momentos, aunque no todos los días, para deleitarme con
esos dos fascinantes sucesos que siempre están ahí. Y que son especialmente
bellos: el ocaso y la aurora.
Dos resplandores de luz
que el resto del año se sobreentienden, ya que la mayoría de los días no los
veo. El crepúsculo porque cuando llega, unas veces las nubes, otras la lluvia y
otras una sutil tela grisácea, taponan el firmamento y no advierto la misteriosa grandeza que se construye con el residuo de un día y
el principio de un sueño. Y el alba,
que en verano impresiona por su hermosura y por el silencio que inunda todo al despuntar
el día, no la contemplo; porque a esa hora no miro al cielo, pues estoy en
brazos de Morfeo. No obstante, tal vez la verdadera causa de no observar el
anochecer, en el que la luz se desliza hasta
adormecerse, y el amanecer, ese instante en el que nada respira y todo es silencio, es que me resulta difícil parar la ansiedad que
me produce la vida cotidiana y no soy capaz de hacer una pausa y dedicar unos
momentos a perder el tiempo contemplando el cielo.
Probablemente, sea real que la añoranza y
sus recuerdos son una clara muestra de envejecimiento. Es posible. O, a lo
mejor, es que la edad y las experiencias impulsan mi mirada retrospectiva de
manera cálida y benévola y lo que hace es recordarme el ayer con memoria
afectuosa, y el verano me anima especialmente a ello. Eran, sin duda, otros años,
otros ritmos y otros cielos y, por eso, el recuerdo es también un registro de
un tiempo ya pasado. Una época, unos instantes en los que el sol se quitaba las telarañas del crepúsculo y,
casi sin tiempo, retornaban los amaneceres. Debe ser
cierto, que la nostalgia incendia el recuerdo y aviva el deseo de que mis
sueños de niño se vuelvan a hacer realidad. Lo cual no es poco. De hecho, lo es
todo.