Cuando se acerca el otoño y el viento y la lluvia se abaten sobre la seca tierra, una cierta dosis de tristeza nos invade. No es otra cosa que el recuerdo de los alegres días de un verano que se nos escapa. Y es que en estos días, la vida, como el agua por barrancos y rieras buscando el mar, corre ya sin freno camino de otros espacios y otros lugares.
El tiempo físico del otoño es un extraño fenómeno del que desconocemos casi todo. Tal vez, porque acabado el estío, se desliza cautelosamente en nosotros otro tiempo, el interior que nos trae el otoño devolviéndonos la consciencia de lo que realmente somos. Un otoño en el que los días ya no se alargan, sino que se hacen más cortos, la luz se vuelve más lánguida y las prisas invierten y transforman el ritmo de nuestras vidas. Es un tiempo en el que las vacaciones se acaban y los niños vuelven con sus mochilas cargadas, a pisar los patios del colegio y entrar en las aulas.
La Mañana |
Dicen que no conviene desear vivir en otra estación del año diferente de la que en cada momento nos toca estar. Es un consejo útil y debe ser cierto, pues si bien el verano simboliza la luz, la calidez y la libertad, el otoño nos trae esa necesaria introspección que nos ayudará a soltar lastre, a limpiar y renovar los espacios interiores en los que, a veces, habitamos durante este tiempo. Y para ello, quizás sea bueno dejar de mirar al horizonte y dirigir nuestros ojos hacia el cielo y contemplar esos sorprendentes, casi súbitos, anocheceres que cada tarde nos regala septiembre. Unos bellísimos crepúsculos en los que los colores, cargados de connotaciones simbólicas y emotivas, adquieren vida propia y lloran o ríen y sueñan o juegan con nuestros sentimientos. Probablemente, porque en estos próximos días se muere el estío y se acerca el otoño. Y entramos en un tiempo en el que la razón reprime y aquieta el estruendo del ocio y las vacaciones, como si quisiera, con cierta calma, apoderarse de esos sueños eternos que todos tenemos y que se desvanecen al morir el verano.
El otoño se acerca con muy poco ruido y en mi entorno resurge el sosiego mientras paso estos lentos días sonriendo al silencio. Me despido del Mediterráneo, de ese mar tranquilo y sereno que canta Serrat y que, en ocasiones, se muestra bravío. Digo adiós a sus cálidas aguas, a su insistente y suave oleaje que hasta la orilla me trae murmullos de sueños, luces y sombras, siluetas y risas de niños jugando en la arena. Me acerco, me agacho, toco esa agua que en estos meses acarició mi cuerpo. La agarro y cierro las manos y el agua se escapa de entre mis dedos de la misma forma y del mismo modo que se esfumaron algunas aficiones, ciertos intereses, concretas esperanzas y variados anhelos que me motivaron durante todo este tiempo.
Cormoranes, garzas, gaviotas, algunas rapaces y variados pájaros pequeños como jilgueros, herrerillos, petirrojos, papamoscas y lavanderas pasan volando en estos días, en medio de una vaporosa neblina y algunos fuertes aguaceros por clandestinos trayectos y rutas del cielo, camino del Delta del Ebro que será su casa en otoño e invierno. Allí, intentarán descansar en su colchón de sueños y allí permanecerán hasta que la primavera logre despertar su instinto y salgan en alegre tropel de su hábitat rompiendo estruendosamente el silencio.
Finaliza el verano. Se acerca el otoño. Se acaba el tiempo de playa, de lecturas, tertulias, descansos, nostalgias infantiles y algunos silencios. Y de algún lugar del cielo han bajado ya las Perseidas, esas lágrimas de San Lorenzo que hacen aflorar la melancolía y otros sentimientos. Ya nos lo dijo George Sand “El otoño es un andante melancólico y gracioso que prepara admirablemente el solemne adagio del invierno.” Tal vez por ello, cuando este verano camina hacia su ocaso y del cielo jarrean aguaceros, parto de la costa hacia el Segrià para cruzar el tiempo. De estas tierras me llevo todo lo bueno que durante el estío los ojos de mi corazón vieron: el sol, la arena, los olores, sabores y sentimientos. Me espera Lleida. Regreso.