La melancolía que invariablemente nos acomete cuando se acerca el otoño, no es otra cosa que la tristeza que sentimos al contemplar el estío que se nos escapa; al mismo tiempo que metáfora de la vida que camina ya sin freno hacia el final. Y es que cuando uno va llegando a cierta edad y se encuentra metido de lleno en el declive de su historia, el futuro es un horizonte escaso e incierto. Y tal vez por ello, como consecuencia del inexorable efecto que tiene el paso del tiempo sobre los objetos que me rodean, sobre las personas que me acompañan y también sobre mis propios sueños, cuando llega el otoño, los días se me van tornando más cortos, la luz se vuelve más lánguida y una cierta pereza se instala en mi cuerpo.
No obstante, la vida es una permanente sorpresa donde lo único seguro, además de la muerte, es que no hay nada seguro. Y eso me ocurre en este estrenado septiembre al contemplar en algunos de estos pasados días, el brillo dorado de unos sorprendentes atardeceres, inesperados, vertiginosos y casi súbitos, que me han pillado desprevenido y me han hecho mantener la indudable sensación de que aún me queda bastante tiempo. Seguramente por eso, cuando la tristeza otoñal apunta insidiosa hacia mi mente busco un efecto placebo y me enfrasco en la lectura de algún libro inédito de entre los muchos que tengo pendientes de la larga lista que voy haciendo y/o salgo por la ciudad a dar un paseo para sentir de nuevo palpitar el corazón en su seno.
Salgo pues, hoy, a caminar y casi de golpe han regresado olvidados sentimientos. Atravieso la pasarela. Penetro en los Camps Elísis y mientras recorro su desierto paseo, reparo que sus árboles descansan calmosos mostrando su armonioso esqueleto y que desprenden un rudo perfume, un aroma a hierbas y tomillo macerados con orines de perros. Descubro con tristeza el verde espacio que en sus entrañas cobija los descuidados jardines y unas fuentes huérfanas de su valioso elemento. Hace ya años que este placentero espacio perdió su frondosa y acogedora alegría y en él no se ve corretear ni jugar a los niños, ni a jóvenes madres dar una vuelta impulsando el carrito para adormecer a su hijo, ni a los ancianos charlando en sus bancos reviviendo otros tiempos. Hoy, en él, únicamente he visto abandono, he sentido amargura y un hondo y penetrante silencio, como si se hubieran muerto.
La luz de este cercano otoño desde el Pont Vell, llena de magia la belleza de la piedra de la Seu Vella erguida sobre la colina que envuelve la ciudad. Indíbil y Mandonio, los caudillos iberos, ilergete uno y ausetano el otro, que lucharon por la independencia de sus respectivos reinos, frente a Roma y Cartago, trayendo a la memoria sus recuerdos, me saludan a mi paso como si fuera un antiguo guerrero. En la Plaza de Sant Joan, que en estas fechas y a estas horas es un hervidero de gente, unas cuantas personas sentadas en las terrazas de las cafeterías, conversan animadamente y miran cómo el público entra y sale de los comercios, mientras la enorme Silvestra, la campana de la Seu, da la hora haciendo retumbar el aire del cielo.
A las puertas de la fachada de la Paeria se ha detenido el tiempo, unos ancianos sentados en el “banc del sinofós”, siguen arreglando el mundo entre ellos. En la Capilla de Sant Jaume, Peu del Romeu, dedicada originariamente a la Virgen de las Nieves, un pobre viejo apoya su cuerpo y su cabeza en la pared del carrer Major al tiempo que pide limosna con la mirada perdida mirando hacia el cielo. La bondad parece desbordar sus ojos. Y tal vez por eso, unos niños que transitan junto a sus padres, con sus escolares mochilas a cuestas, se acercan, por un instante le observan, y le dejan unas monedas sin comprender lo que le pasa al desdichado viejo. Y es que la vida, en muchas ocasiones, parece responder a un guión escrito sobre nuestra cuna y llamamos casualidad al fruto del azar y no a las causas que a ese estado de indigencia le condujeron. En el Institut d'Estudis Ilerdencs, hay varias exposiciones, una de ellas, “Joan Oró, a la cerca de l'orígen de la vida”, nos muestra algunos de los más relevantes hitos conseguidos por el mundialmente famoso bioquímico lleidatá, nacido en el barrio de La Bordeta, que participó en los Programas Apolo y Viking de la NASA y cuyas investigaciones, plasmadas en la teoría de la panspemia,y posteriores descubrimientos fueron clave para comprender el origen de la vida en nuestro planeta.
Durante el resto del paseo, miro, me fijo, escucho atento y pienso con un temor no retórico que me encuentro en un espacio diferente. Y es que llega el otoño y aunque hay todavía mucha gente en la calle, la luz de la tarde se ha vuelto silenciosa. Y hay instantes que el Turó de Gardeny tarda tanto en digerir la puesta infinita del sol que parece que lo puede vomitar en cualquier momento. Va cayendo el día. Una gran paz llena de armonía estos soplos de tiempo y mis pensamientos toman los colores del ocaso en el firmamento. Regreso a casa. Enciendo el televisor. Afuera comienza la noche y late como un fantasma, el cielo es ahora un rectángulo sin pájaros ni estrellas. No hay moraleja con melancolía y, además, amenaza lluvia.