A veces, uno sale y se aleja de un lugar, pero solo se distancia el cuerpo. Eso me ocurre a mí cada año cuando comienzo las vacaciones de verano. Y es que al llegar a mi destino habitual, meto la mano en la cápsula del tiempo y sin saber bien de dónde vienen, se presentan ante mí los veranos de mi infancia y juventud. Conocí el mar recién llegado del Madrid de la postguerra cuando aún no había cumplido cuatro años. Fue en la bonita y acogedora ciudad atlántica de Arcila, Marruecos, en la que viví escasos meses. Recuerdo bien aquel primer día en el que tras caminar un buen rato cogido de la mano de mi madre, por un enjambre de callejones repletos de casas blancas y azules recién pintadas que casi deslumbraban cuando el sol se posaba sobre ellas, llegamos a la playa y contemplé la inmensa masa de agua que seguía más allá de lo que mis ojos alcanzaban a ver en el infinito horizonte. La mente de aquel niño, no entendía nada, tampoco por qué era salada aquella agua. Cerca de mí, había un chico con una gorra azul jugando en la orilla con las olas. A su lado, una señora rubia y pintada de rojo la boca y las uñas de sus pies y manos, no perdía detalle de lo que hacía el pequeño, mientras hablaba con mi madre. Quizás era su hijo. Son recuerdos de aquella perdida y dorada inocencia...
Hoy, regreso al presente desde aquellos tiempos de la infancia y aunque llevo aquí solo unas horas, ya me parece que vivo hace días en esta Dorada Costa. Debe ser que, en tan escaso trecho, he tenido el tiempo suficiente para librarme del calor, ajetreo y bullicio de Lleida. He llegado al Baix Camp con el cansancio que a mi edad ocasiona conducir escasamente hora y media en el coche. Y con los ojos colmados por los paisajes del Segriá, ahora gradualmente frutícolas y llenos de vida y antes agrestes y solitarios, y los desmontes semiáridos salpicados de almendros, olivos y pistachos de Les Garrigues, que atraviesan la autopista. Al llegar a nuestro destino, el sol estaba ya muy bajo. Salió a nuestro encuentro de entre unas lejanas nubes y un resplandor rojizo pareció incendiar el horizonte de la tarde. Fue un momento mágico.
La Mañana 2.09.2024 |
Entramos en casa. Deshicimos la pequeña maleta. Sacamos los cojines que colocamos con cuidado en el tresillo de la terraza y nos sentamos a descansar. Desde el porche, gozando de una refrescante cerveza, contemplábamos las palmeras, las adelfas, los rosales, la buganvilla, el esquelético limonero, los cuatro tomates que cultivo en una especie de huerto, al tiempo que nos acariciaba la olorosa fragancia del jazmín y el de la hierba recién segada. A lo lejos se oía el murmullo del mar que llegaba hasta la terraza. Entre sorbo y sorbo, aproveché el tiempo para ordenar los pensamientos que asaltaban mi cabeza en esos momentos de plácida calma. Pues el tiempo, es esa materia de la que está formada la vida.
A esa hora del atardecer surge una extraña brisa, casi secreta, que llaman la marinada y que incluso en los días de más calor circula sin norte por esta Costa Dorada. Y es a esa hora, cuando las sombras alargadas por los altos pinos empiezan a cubrir las calles y caminos y los vencejos surcan el cielo como aviones de caza, que el Paseo Marítimo nos invita a pasear. Salimos, pues, de casa. La suave animación del crepúsculo, el murmullo de la gente y el tintineo de los vasos en el chiringuito cercano a la orilla de la playa, junto al bullicio festivo de los niños en el parque del camping, creaban una atmósfera única y especialmente agradable.
Con esa luz ya tibia pero que todavía no declina totalmente, las cosas se ven con mucha precisión desde la escollera del espigón de la riera, a la que nuestro caminar nos ha llevado. Y esa concreción y exactitud visual es idéntica a la que tienen los sonidos que hasta nosotros llegan. Cada uno aislado y completo en sí mismo, cubriendo a veces una larga distancia, de modo que una voz distante o el silbido de un pájaro escondido en un lejano tamarindo, parecen estar muy cerca, pero son invisibles, como también los es el motor lento de un coche que oímos pero que tampoco vemos. Echamos una última ojeada al viejo búnker contra el que chocaban con fuerza las olas y cogidos de la mano, regresamos despacio, saboreando el misterio del ocaso. La brisa marina, cargada de sal y nostalgia, acariciaba mi rostro y, por unos instantes, me transportaba de nuevo a aquellos interminables días de juegos infantiles y risas sinceras. Las luces del paseo marítimo se encendieron reflejándose en el agua como luciérnagas atrapadas en un sueño. Y sin decir nada me acogí al silencio, que tiene una pureza cóncava como de interior de aljibe, y en ese lento caminar, a pesar de mi sordera, iba oyendo los pasos sobre el enlosado pavimento del paseo. Lo que íbamos viendo, camino ya de casa, mientras caía la tarde e iba llegando la noche, lo dice mejor que yo Antonio Machado en la penúltima estrofa del poema Yo voy soñando caminos: “La tarde más se oscurece/y el camino que serpea/ y débilmente blanquea/ se enturbia y desaparece”. Llegamos finalmente a nuestra morada cuando la luna se asomaba con cautela, el cielo se teñía de un azul profundo y comenzaba a salpicarse de tímidas estrellas que emergían una a una, como si fueran los recuerdos que, al caer la noche, despertaran.