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jueves, 11 de diciembre de 2025

La corrupción en España: un poder de hombres.(II)

 

España cumple ya casi cinco décadas de democracia, pero sigue sin una radiografía completa de su lado más oscuro: la corrupción política. Desde los primeros años de la Transición hasta nuestros días, los casos de fraude económico, malversación y cohecho han acompañado la historia institucional del país como una persistente enfermedad moral. Y, sin embargo, no existe un registro oficial que permita saber cuántos políticos han sido imputados o condenados por delitos de corrupción desde 1978. Ni el Consejo General del Poder Judicial ni la Fiscalía General del Estado han publicado nunca un listado sistemático con esos datos. A la ausencia de cifras se suma una confusión semántica: hasta 2015 hablábamos de imputados, hoy la ley los llama investigados, un cambio que fragmenta todavía más el rastro estadístico.

 

Ante ese vacío, han sido los investigadores, los periodistas y algunas plataformas ciudadanas quienes han reconstruido el mapa de la corrupción. La base de datos pública “Casos Aislados” recoge más de 8.000 nombres de cargos públicos implicados en procesos judiciales por delitos económicos. Estudios académicos que analizan el periodo 2000–2020 confirman la magnitud: miles de causas abiertas, más de 1.600 procesos activos solo en 2013, y un número aún mayor de implicados. En este contexto, según los análisis periodísticos y académicos más recientes, entre el 15% y el 25% de los implicados o condenados son mujeres. Es decir, por cada mujer hay al menos cuatro hombres involucrados en delitos de corrupción. Y si aplicamos esa proporción a los más de 8.000 nombres registrados en bases públicas, el resultado es tan simple como elocuente: unos 6.500 varones frente a 1.600 mujeres. A este respecto, al revisar esos datos emerge un patrón que apenas ha variado con el tiempo: la corrupción política en España tiene rostro de hombre. Y es que, casi medio siglo de democracia revela un patrón constante: la mayoría de los políticos imputados o condenados por fraude económico son varones. No hay registro oficial, pero las cifras disponibles dibujan un retrato elocuente del poder y su sombra. De hecho, de los años del pelotazo a las comisiones del urbanismo milagroso, de los papeles de Bárcenas a los ERE andaluces, los nombres cambian, pero el perfil se repite: hombres de partido, curtidos en los despachos, cercanos a las constructoras y a los favores. Y es que las grandes tramas de corrupción han sido, en muchos casos, clubes masculinos de poder. Redes de influencia tejidas entre despachos, cenas discretas y silencios compartidos. Un sistema de lealtades que, más allá de la ideología, reproduce un modelo de masculinidad institucional: la del que manda, protege y cobra por proteger. Por eso la corrupción no es solo un delito económico. Es también una forma de entender el poder, un espejo donde se reflejan las jerarquías, los silencios y las complicidades de una época. No obstante, los datos, lejos de apuntar a una supuesta superioridad ética femenina, reflejan algo más estructural: el espejo del poder. Y ese poder en España ha sido, históricamente, masculino. En este sentido, los ejemplos más recientes no hacen sino reafirmar esa tendencia histórica. Tanto en la trama que salpica al entorno del exministro José Luis Ábalos —en la que figuran investigados como Koldo García y Santos Cerdán — como en la investigación judicial abierta en Almería que afecta al expresidente de la Diputación Javier Aureliano García, al exvicepresidente Fernando Giménez y al alcalde de Fines, Rodrigo Sánchez, se observa el mismo patrón: estructuras de poder ocupadas mayoritariamente por hombres y protagonizadas por vínculos personales, favores y redes de confianza internas. Casos distintos, administraciones distintas, pero una misma lógica de funcionamiento. Y es que, durante décadas, los cargos de responsabilidad —ministerios, alcaldías, presidencias autonómicas, direcciones generales— han estado ocupados mayoritariamente por hombres. El acceso de las mujeres a la política llegó más tarde y su presencia en los círculos de decisión ha sido menor; en consecuencia, también su exposición a la corrupción.

 

Llegados a este punto, en los últimos años, parece que una lenta luz de transparencia se va abriendo camino en España y se está intentando mirar de frente a esa herida. La presión de los medios, el empuje de la sociedad civil y la creación de organismos de control —como las oficinas antifraude autonómicas o la legislación sobre financiación de partidos— han empezado a poner límites donde antes solo había oscuridad. Aun así, el país sigue sin una radiografía oficial de su pasado corrupto. Saber cuántos hombres y cuántas mujeres se sentaron en el banquillo no es un simple ejercicio de curiosidad: es una manera de entender cómo se ha construido el poder y quiénes han tenido acceso a él.

 

La democracia española ha sobrevivido a dictadores, crisis y escándalos. Pero la corrupción, más que un enemigo exterior, ha sido su sombra interior. El precio del silencio con el que durante años convivimos con la idea de que “todos roban” ha sido una resignación que ha erosionado la fe en lo público y normalizado la impunidad. Hoy, la sociedad exige algo más que transparencia: exige memoria. Porque solo cuando el país se atreva a contar —con nombres, fechas y cifras— la historia de su corrupción, podrá empezar de verdad a escribir la historia de su madurez democrática. Y entonces, solo entonces, quizá, las cifras dejarán de ser un misterio y se convertirán, por fin, en una lección.

jueves, 4 de diciembre de 2025

La corrupción: la grieta más antigua del ser humano (I)

 

Hay palabras que nacen cargadas de destino. Corrupción es una de ellas. Viene de corrumpere: romper por completo, deshacer, pudrir. Ese origen etimológico no solo ilumina su significado, sino también su historia. Pues allí donde ha habido poder, recursos y seres humanos, la corrupción ha estado acechando. Es, quizás, el fenómeno moral más antiguo que conocemos, anterior incluso al primer relato, a la primera ley, al primer templo. Ya en Sumeria, hace más de cuatro mil años, los reyes debían dictar códigos para contener a jueces que vendían sentencias al mejor postor. En Egipto, está documentado que funcionarios como Pasu aceptaban sobornos bajo el amparo de la penumbra palaciega. Grecia y Roma elevaron la corrupción a categoría política, un cáncer capaz de derribar repúblicas y pervertir democracias.

 

Es decir, nada nuevo bajo el sol. No obstante, el hecho de que sea un fenómeno humano, demasiado humano, y tan antiguo, no significa que debamos aceptarlo resignadamente. Pues, si bien, la corrupción es inherente al ser humano no la justifica; simplemente la coloca en su sitio. Y no brota de la maldad abstracta, sino de tres pulsiones eternas de nuestra especie: la tentación del poder, la sed de beneficio y la capacidad de justificar lo injustificable. La combinación es explosiva: alguien ofrece, alguien acepta, y ambos, al hacerlo, abren una grieta por la que se escapa el bien común.

 

Dicho esto, aparece aquí, a mi modo de ver, una pregunta incómoda: ¿por qué se demoniza siempre al corrupto y casi nunca al corruptor? Tal vez porque, como el corrupto tiene rostro, cargo, firma y responsabilidad pública, es fácil señalarlo. El corruptor, en cambio, se pasea por los bordes: es un empresario, un intermediario, un benefactor interesado. Su delito es menos visible, su culpa más difusa. Culturalmente hemos castigado al que traiciona la integridad institucional, pero hemos suavizado al que, desde la sombra, tienta, presiona o compra. Sin embargo, creo yo que, si la corrupción es un acuerdo, no hay uno más culpable que el otro. No hay corrupto sin corruptor; no hay caída sin mano tendida.

 

En este contexto, al observar el mapa contemporáneo, me surge otra cuestión: ¿se corrompen más las sociedades occidentales desarrolladas que las orientales o las de menor desarrollo económico? Creo que no existe una respuesta única, pero sí tendencias claras. En muchos países asiáticos, especialmente los influidos por el confucianismo, la corrupción se percibe como una ruptura no solo legal sino cultural y familiar. Es un deshonor que afecta al individuo, al clan y a la memoria. En Occidente, en cambio, la ética pública ha evolucionado hacia la responsabilidad individual y la burocracia racional: la corrupción se concibe como un delito técnico, no como una deshonra vital. No es extraño, por tanto, que en algunas culturas orientales la sanción social sea más fuerte que la legal.

 

¿Y qué ocurre con los países muy desarrollados frente a los que no lo son? Pues, paradójicamente, la sofisticación tecnológica y económica crea nuevas formas de corrupción, más discretas, más técnicas, más difíciles de rastrear. No se entrega ya una bolsa de monedas: se otorga un contrato, se modifica una cláusula, se ajusta una licitación, se firma un informe, se financia un partido. En este sentido, cito, a título de ejemplo, algunos de los casos más sonoros y cercanos: “Caso ERE de Andalucía”, que afecto al PSOE, uno de los mayores casos por su volumen económico; “Caso Bankia”, fraude financiero y mala gestión bancaria que afectó, entre otros, a Rodrigo Rato y tuvo como consecuencia un multimillonario rescate público; “Caso Nóos”, un proceso muy simbólico por el impacto institucional y cuya consecuencia fue la condena y prisión para Urdangarin y Torres; “Caso Gürtel”, en cuya sentencia se mencionó la “caja B del Partido Popular”, lo que precipitó la moción de censura que llevó a la caída del gobierno de Rajoy en 2018. Sobre este punto, es pertinente indicar que todas ellas, que directamente nos han afectado e inquietan, son corrupciones elegantes, frías, ejecutivas. Mientras que en los países menos desarrollados sucede lo contrario: la corrupción es más evidente, más burda, más cercana al soborno directo. Pero eso no significa que sea mayor: solo que es menos sofisticada. La diferencia no es moral, sino técnica. A este respecto, cabe decir que la verdadera conclusión no es cómoda; ya que cuanto más compleja es una sociedad, más compleja se vuelve su corrupción.

 

Dicho en otras palabras. Es una lección que no aprendemos. Hemos luchado contra la corrupción durante milenios y seguimos perdiendo batallas. ¿Por qué? Quizá porque seguimos enfocando mal el problema: señalamos al corrupto como si fuera un ladrón aislado, pero ignoramos el ecosistema que lo permite. No analizamos los incentivos, las estructuras, las culturas empresariales, la tolerancia social, la impunidad, los silencios cómplices. Y es que la corrupción persiste porque siempre hay dos manos que se buscan… y una sociedad que mira hacia otro lado mientras no le afecte directamente. Pero el precio, al final, lo pagamos todos: en oportunidades perdidas, en instituciones debilitadas, en confianza erosionada. La corrupción es un ácido lento que no mata de inmediato, pero deshace la cohesión que sostiene una comunidad.

 

Tal vez sea hora de buscar un final posible. De cambiar la mirada dejando de pensar en el corrupto como un monstruo excepcional y comenzar a verlo como el producto más nítido de una sociedad que tolera demasiado, denuncia poco y se indigna solo a medias. Y de recordar que tan culpable es quien rompe la ley como quien le ofrece el martillo para hacerlo. La corrupción es humana, sí. Pero también lo es combatirla. Y ahí está el único antídoto ejemplarizante: reconocer que no hay redención posible mientras uno de los dos siga escondiéndose en la sombra. Porque la corrupción no es una lacra que aparece de repente: es la grieta que surge cuando la conciencia se rinde y el interés personal se sienta en el trono del bien común. Y esa rendición —hoy igual que hace cuatro mil años— siempre empieza en el silencio de los que miran hacia otro lado.