Cartel de la obra |
Sentado confortablemente en casa, abro el ordenador, como si fuera ese baúl
viejo que todos llevamos puesto. Comienzo a escribir, me recreo, y voy llenando
de letras, de metáforas, de frases y alguna ironía que suelto, los documentos
de Word que, unos días deprisa y otros con mucho esfuerzo, gradualmente van surgiendo.
Los relleno con vivencias del presente, con recuerdos del pasado y algún
suceso, circunstancia o futurible acontecimiento que, a veces, causalmente
preveo.
El pasado día 12, concurrió uno de ellos. No fue un sábado cualquiera.
Había niebla. Hacía frío. Anochecía. Estaba oscuro y era escasa la gente que
caminaba por la vía; pero casi ni nos inmutamos con tan crudos y severos elementos,
pues teníamos que ir a su encuentro. Sócrates, el filósofo, maestro de nuestros
más lejanos tiempos, nos esperaba en la Llotja.
Por la avenida Tortosa, caminábamos deprisa para espantar al frío. Y a cada
paso que dábamos, al exhalar el vaho que de nuestro cuerpo salía, íbamos formando
una especie de rocío con el aliento. El aire gélido, ingrato y húmedo que se nos
pegaba al cuerpo, de él, nos costaba desprendernos, como siempre ocurre con un
mal recuerdo.
Por fin llegamos. Ya dentro, el calor era notable. Al igual que la bulla de
la gente, restallidos de palabras, que junto
a la luz cimbreaban el aire. Miramos a diestro y siniestro y casi sin darnos cuenta, vemos que
unos ojos inquisitivos, traviesos, nos sonríen al encontrarse con los nuestros.
Nos acercamos a ellos, son Joanna, su marido y Anna S. que, también, han
acudido al evento. Tras unos rápidos saludos y varias entrecortadas frases, al
cabo de unos minutos, nos despedimos felices por el casual encuentro.
Cerca de donde
estamos, en un reducido grupo, veo a Ernest y su mujer. Están hablando
animadamente con una elegante señora que cuenta algo a sus contertulios, con
todo lujo de detalles, lo intuyo por sus aspavientos…
Avisan. Va a
comenzar la función. Nos movemos. Avanzamos entre la gente. Y al pasar junto a
ellos, reparan en nosotros, se apartan un momento del grupo, y nos saludan
corteses.
Subimos las
escaleras. Entramos en la platea. Buscamos nuestra fila y el asiento. Ya
estamos acomodados. Veo a Ramón, compañero de la universidad, al otro lado,
lejos. Leo el programa y por unos instantes, me quedo sólo con mis
pensamientos... Imagino a Sócrates, predicando sin
pretenderlo.
Avisan de nuevo. En la sala se hace el silencio… Se apagan las luces. Más
de 900 espectadores sentados en las confortables butacas, estamos a punto de
ver aparecer en escena a los intérpretes.
Expectación.
Comienza la obra, “Sócrates. Juicio y
muerte de un ciudadano”. Los actores van saliendo. Y cuando le llega el
turno a Meleto, cuyo nombre significa "aquel al que le importa", tras
un resentido antagonismo y rencorosa hostilidad que le dura hace más de 20
años, acusa al filósofo de proponer nuevos dioses y corromper a la juventud. A
partir de ahí, José María Pou, en el papel de Sócrates, inició un vertiginoso
ascenso, o descenso, al corazón de los misterios.
A lo largo de
la representación, y través de su magnífica interpretación, Pou, nos dio a
conocer a un hombre al que le gustaba, más que nada en el mundo, hablar,
discutir y razonar, y cuyos nortes eran la verdad, la honestidad y la justicia.
O sea, un tipo incómodo, peligroso en aquella época, como en la nuestra y en
cualquier otra. Era íntegro. Era valiente. En consecuencia, “un enemigo del
pueblo…”.
Sócrates argumenta en su defensa |
En el juicio,
Sócrates, se enfrenta a un tribunal compuesto de hostiles adversarios y no mide
bien el peligro: se presenta como la voz de la verdad. Sesenta hombres piden su
muerte. Hace un sarcasmo improcedente con una moneda, que caerá sobre su cabeza
como una losa. Los sesenta ascienden a más del doble. “Con un solo gesto”,
reflexiona, “he desbaratado mi humilde prédica”. Más tarde agrega esta frase esencial:
“Nazco cada día, vivo en todas las épocas y nunca moriré”.
Hasta el
último momento de su vida, Sócrates, soñaba con ser recordado como un patriota
y un poeta que el imaginario identificara con el castillo inexpugnable de los
misterios eternos. La frase final es buena muestra de ello: “¡Es hora de irse,
yo para morir, y vosotros para vivir. Quién de nosotros va a una mejor suerte,
nadie lo sabe, solo los dioses lo saben”! Esa frase no es una clausura, sino un
pretexto, una puerta abierta a los ecos que va a dejar su muerte; un instrumento para seguir formulando futuras preguntas
que ya no podrán tener respuesta ni en el espacio ni en el tiempo.
Resumiendo la velada con Sócrates. La puesta en escena magnífica, directa,
seca y despojada de todo artificio, en el que la palabra y el pensamiento se
erigen en protagonistas. Trata de reproducir el juicio al que fue sometido
Sócrates en el año 399 a. C., que se conoce fundamentalmente a través del
testimonio de Platón y de sus «Diálogos».
El texto de
Mario Gas y Alberto Iglesias, a mi juicio, está muy bien construido y atractivamente
escrito. La escenografía de Paco Azorín me resultó natural y básica: un ágora
con bancadas al fondo.
Y en cuanto al
trabajo de los actores, José María Pou acercó su llama a las palabras del
filósofo y le dio vida, cuerpo y mirada. Un Sócrates sensacional. Borja
Espinosa interpretó magníficamente a Ánito, fiscal de la causa. Pep Molina que
hizo de Méleto, el poeta acusador, estuvo muy bien en su papel. Amparo Pamplona
encarnó a Jantipa, la esposa del filósofo. Realizó un monólogo, a pie de
escenario, con un leve traje rústico, de mucho lucimiento.
Carles Canut, en el
papel de Critón, me resultó conmovedor por
la sobria ternura que muestra en la relación de los dos viejos amigos que eran, en la escena de la cárcel, cuando trata de
salvar a Sócrates. Y Ramón Pujol y Guillem Motos, los discípulos, están muy
bien, con autoridad y una sabia alternancia de furia y calma.
Critón suplica a Sócrates que intente salvarse |
Había una
justificada expectación en la Llotja y
eso se pudo palpar en la extensa y reiterada
salva de aplausos y algunos “bravos” con la que el público asistente coronamos la función de
este Sócrates, juicio y muerte de un ciudadano.
Bajamos las escaleras. Salimos de la Llotja. Retornamos
a casa. Yendo en silencio, le imagino, le siento diciendo: “El grado sumo del
saber es contemplar el por qué….”