No sé muy bien por qué el tiempo de Navidad me llega siempre cargado de recuerdos. Será porque en esta especial época del año, vienen a rondar a la casa de mi memoria los rostros de mis padres y hermano que se me han ido. O quizás sea, porque en estos días navideños mi corazón está más sensible por alguna atávica costumbre y la nostalgia inunda mi mente con sus rostros. Sea como fuere, la realidad es solo una, tozuda y persistente, y tal vez por eso cada año, cuando el otoño dobla definitivamente su espalda hacia el invierno, se apodera de mí un sorprendente estado de añoranza que me vuelve más sensible y me obliga, en estos días de aparente alegría, a mirar hacia el interior de mis entrañas. Y es que, sin saber por qué, la Navidad más que ninguna otra época del año, me hace volver la vista atrás y tener en cuenta los años que he cumplido. Tengo todos los años llenos, día a día, de las alegrías y penas que he pasado. Y casi tantos años como yo tienen mis recuerdos grabados en el arcón de mi memoria que me traen al presente aquellos lejanos y felices días de mi infancia cargados de perpetuas y cándidas risas inocentes. Probablemente, afloran las nostalgias porque al haberme reunido en estas pasadas festividades navideñas con unos queridos amigos en su casa, me sentí formando parte de una pequeña gran familia que me abrió un hueco en la mente y en el corazón al recordar aquellos otros días de Nochebuena y Navidad de mi niñez, acompañado de mis seres queridos en el lejano Marruecos. Y en ese ensueño, junto a mis padres y hermano, surgieron también las presencias de los populares villancicos que un grupo de pescadores de Larache interpretaban en la iglesia de Nuestra Sra. del Carmen de los Padres Franciscanos, acompañados por el dulce sonido de un pequeño órgano que había en el coro.
Pero, no todos los recuerdos navideños que a mi memoria vienen son felices. Pues también emergen con nitidez aquellos dos años transcurridos entre los muros del imponente caserón del internado Marista de Valladolid, en el que aurora tras aurora, viví desguarnecido por la ausencia de mi madre que no nos pudo acompañar a causa del conflicto ocasionado con motivo de la independencia de aquel Protectorado español en Marruecos. Anhelaba su llegada y mientras esperaba impaciente todos los acontecimientos que aún estaban por venir, leía una y otra vez sus cariñosas cartas. Unas cartas que me hacían algo más soportable el día a día de un tiempo que se me hacía eterno, tedioso y vacío en mi desdicha, convirtiendo los pasillos del colegio en las calles de un laberíntico infierno en el que algunos días acabé por haber permanecido solo y sin consuelo en esos corredores demasiado tiempo. Pues, aunque los frailes intentaban ser afectuosos, no había en sus gestos, ni en sus palabras, ni en sus hechos, nada que pudiera paliar ese amor materno que tanto añoraba. Quizás, su manera de proceder fue un mal menor para poder soportar toda la negrura en aquel presente. Y es que la soledad sentida en aquel internado durante esos dos años, fue una guadaña que casi llegó a segar en mí cuanta aptitud tenía para la relación con los compañeros y, a veces, hasta me dejó vacío, lavado de sentimientos. Fueron días en los que experimenté la dolorosa tristeza que, a pesar de la compañía de mi hermano mayor, puede llegar a sentir un niño en tan temprana edad por la ausencia de sus padres.
Es curioso cómo la memoria guarda en algún rincón oculto de su espacio determinadas presencias y se niega a borrar algunas otras semblanzas, personajes y momentos que forman parte de nuestro pasado. Acaso sea porque aquellos niños que hoy constituimos la generación madura de un incipiente ocaso, vivimos unos tiempos más benévolos que los actuales en estas celebraciones navideñas. Una época en la que los mayores trataban de explicarnos el significado cristiano de la Navidad en familia, creando vínculos emocionales de amor, de solidaridad y de alegría.
Hoy los tiempos han cambiado y aquellas voces infantiles se han vuelto más graves. Dejemos, pues, los recuerdos a un lado, adentrémonos por los corredores de la vida haciéndonos eco de esos medios de comunicación que, a todas horas, nos dicen que debemos de reír, ser felices, soñar y hacer proyectos de futuro, a pesar de la omnipresente crisis de valores y económica y de esa cruel y vergonzosa guerra que se libra en Ucrania, corazón de Europa, y recuperemos todos nuestros sueños.
Con mis mejores deseos para que el venidero 2023 nos sea propicio en todos los aspectos de nuestras vidas y logre que la paz en el mundo sea tan real y verdadera que hasta el silencio nos parezca ameno.