El verano es equivalente a vacaciones para la mayoría de la gente. Unos lo aprovechan para volver al pueblo en el que nacieron y reencontrarse con familiares y amigos, otros para desplazarse hasta la playa o ir a la montaña. Para mí, tal vez debido a algún maléfico algoritmo surgido en mi cerebro por las altas temperaturas de estos días, es sinónimo de nostalgias en las que el ocio ocupa mi tiempo, se adueña del espacio en el que vivo en esta época del año y la quietud es el puro disfrute de unas presencias que surgen de mi memoria una y cien veces de manera espontánea. Y es que asocio con frecuencia el verano a mi lejana adolescencia en aquel territorio al sur del Atlas, nadando con mis amigos en las frías aguas del azul océano, jugando cerca de la orilla en la kilométrica y casi desértica playa, explorando las dunas generadas por el viento del desierto que hasta allí llegaba o tumbado en la arena arriesgando la piel sin crema protectora al implacable sol, pues en ese entonces no producía cáncer o al menos, así se pensaba y lo creíamos todos.
Aterrizaba en la playa nada más finalizar el curso y en esa atmósfera festiva, divertirme con mis amigos era mi primario objetivo. Durante esos meses de verano, las mañanas de cada día eran una aventura, una sorpresa, un regalo lleno de mágicos y felices momentos en los que aprendí a vivir el presente, a valorar lo sencillo y a compartir lo bueno junto a mis inseparables y leales compañeros. Allí, en aquellas doradas arenas, entre risas y bromas, haciendo carreras, saltando desde lo alto de las colinas, buscando fósiles en las escarpadas estribaciones acantiladas o conchas marinas en la orilla, nos hicimos más fuertes, más libres, más nosotros y nos enamoramos del verano, del mar y de la vida soñando juntos.
La Mañana 28.07.2023 |
Evoco un tiempo que vibra con las voces del pasado, que tiñe de luz las siluetas del presente y se funde con los recuerdos para evitar perderse en la niebla del olvido. Una época, un espacio y un lugar que afloran a mi mente desde algún ignoto rincón de mi cerebro. Una etapa y un proceso que arrastra consigo latidos, miradas, sueños, sentimientos. Y en el que los tiempos se vuelven puentes de esos que se cruzan y te transportan y cuando despiertas traen al presente las reminiscencias, recomponen y organizan las huellas de un lejano verano acaecido y olvida que olvidaste. Y es que el tiempo no aguarda, no añora; seduce, oculta, apena; pues el tiempo no piensa, solo sigue su camino.
Era también en esa época del año en la que acometía en mi casa, en las interminables tardes de verano, las lecturas que me trasladaban a mundos supuestamente mejores por medio de la divagación y del ensueño y en el que la imaginación suponía una forma de conocimiento. A veces, aparcaba el libro y me quedaba absorto observando la danza silenciosa de las motas de polvo convertidas en puntos de luz de un rayo de sol que atravesaba la penumbra en una siesta. En otras ocasiones, bien solo o junto con mi hermano, salía de casa ya al atardecer y caminando o en bici nos perdíamos por el paisaje cambiante del Lucus recorriendo sus extensos meandros que nutrían la frondosa y rica vega y donde se mezclaban las aguas dulces del Rif con las salobres del Atlántico. En aquellos recorridos, si había pleamar, no era infrecuente ver pescar sargos y lubinas y al caer la noche, hasta anguilas que regresaban a casa guardando todos los secretos que sobre ellas, sabemos que no sabemos.
Algunas noches, en compañía de mis padres y hermano, después de cenar, subíamos a la azotea de la casa y mientras ellos, sentados en unas confortables butacas de bambú y enea, charlaban tomando café, yo, tumbado en una hamaca soñaba despierto contemplando las estrellas. Allí, en aquel compacto silencio nocturno, me sentía libre, feliz, vivo y observando la luna y la luz fosforescente que procedía de algunos planetas y las lejanas galaxias me di cuenta por primera vez, de lo pequeño e insignificante que era y de la inmensidad del universo.
Así eran mis veranos de juventud, llenos de contrastes y emociones, de experiencias y aprendizajes, de amigos y libros, de océano y río. Unos veranos que se quedaron grabados en mi memoria con la fuerza de un tatuaje indeleble, que me acompañan especialmente en esta estación del año y que me hacen sonreír y llenan de ternura cuando los evoco. Unos veranos que me enseñaron a disfrutar de la naturaleza, de la cultura y de la vida. Unos veranos que, aunque ya no volverán, siguen siendo parte de mí, mientras recuerde hasta dónde puedo recordar