Pues sí, inconcebible es poco. Resulta que Sánchez, con su mera presencia, provoca urticaria política. Ay, si no existiera, Feijóo ya estaría entronizado en La Moncloa, como desean —con una devoción casi mística— las derechas y ultraderechas del reino, arropadas por la alfombra mullida de ciertos poderes económicos, empresariales y, por qué no decirlo, alguna toga demasiado parlanchina. Y claro, como el personaje molesta, hay que cercarlo por tierra, mar, aire… y hasta por el salón familiar si hace falta, y lo están haciendo.
Pero no nos engañemos: la responsabilidad no recae solo en quienes mueven los hilos, sino también en el propio “pueblo soberano”. Ese conjunto del que, aproximadamente, entre el 65 % y el 75 % del electorado español —son personas que, por sus ingresos, estabilidad laboral o tipo de empleo, forman parte de la llamada clase obrera o trabajadora— deberían tener muy claro quién defiende sus intereses. Y, sin embargo, ese enorme bloque social asiente y obedece, disciplinado como un coro bien entrenado, determinados mensajes y conceptos, de otros que les escriben la partitura. Y es que cuesta trabajo comprender que, en un país en el que a los votantes pensionistas se les han incrementado las pensiones un 15,1 % acumulado en solo tres años —2023, 2024 y 2025—, donde el aumento medio de los salarios de los trabajadores en activo, en ese mismo período, ha oscilado entre el 8 % y el 9 %, y tal y como indica el reciente anuncio del Gobierno, tras el acuerdo con los sindicatos, de una subida salarial para los funcionarios públicos —un colectivo de 3,5 millones de trabajadores— del 11 % entre 2025 y 2028, cifras que en cualquier otra nación desatarían celebraciones, aquí parezca que da igual; y muchos sigan votando a quienes les recortan derechos y desmontan conquistas sociales. Un fenómeno casi científico: ejercer el voto contra uno mismo, como quien riega un cactus de plástico esperando que florezca.”
Y, a todo esto, se suma un episodio que pasará a los manuales de anomalías jurídicas: la Sala Segunda del Tribunal Supremo decidió condenar al Fiscal General del Estado antes de redactar la sentencia, como quien anuncia primero el resultado del examen y ya después, si eso, corrige las preguntas. No es que importaran los fundamentos jurídicos, ni las pruebas, ni la motivación: lo esencial era la condena. La sentencia ya la escribirán cuando encuentren las palabras adecuadas para justificar lo que ya habían decidido. Un sistema judicial que actúa así no imparte justicia; más bien la interpreta, la acomoda y la exhibe como si fuera un trofeo o número de feria.
Quizá, en el fondo, seguimos viviendo en aquella guerra que nunca terminó del todo. Hay quien, herido en su nostalgia, cree que España le pertenece por derecho celestial, igual que otros reclaman tierras en Oriente Medio como si fueran herencias heredadas de Yahvé. Y mientras tanto, el pueblo —ay, el pueblo— se deja mecer por los mismos cuentos de siempre.
Cómo puede un obrero entregar su voto al señor que le recuerda, con una sonrisa de mármol, cuál es su sitio. En fin, país extraño el nuestro: poéticamente absurdo, satíricamente fiel a sus contradicciones. A veces da la impresión de que no avanzamos: solo repetimos, con leves variaciones, la misma partitura de siempre.
Y para rematar la faena, asistimos al milagro económico del siglo: España se convierte en uno de los países europeos donde más aumenta el empleo y más baja la desigualdad, pero el éxito no se celebra, porque hay quienes prefieren una mala noticia que les dé la razón antes que un dato que les lleve la contraria. Hay quien necesita un país enfermo para poder venderle la cura. Y, mientras tanto, los mismos que claman por la unidad nacional promueven el enfrentamiento constante, como si la crispación fuera un deporte olímpico. Se rasgan las vestiduras por la patria al tiempo que recortan aquello que sostiene a la patria real: derechos, servicios públicos, salarios dignos, y un mínimo de decencia en el debate político.
Quizá el problema no sea la falta de información, sino el exceso de comodidad. Al fin y al cabo, nada resulta más útil para los poderes fácticos que un ciudadano convencido de que pensar es una pérdida de tiempo. Y es que, como le oí, en mi juventud, decir en alguna ocasión a un querido y recordado profesor de filosofía del instituto de Ceuta, con más ironía que optimismo, “La libertad no se arrebata: se entrega envuelta en silencio”. Y así, entre resignaciones discretas y entusiasmos prestados, seguimos confundiendo paz con obediencia.
Y así continuamos, creyendo que la historia avanza mientras solo gira en círculos, maquillada con estadísticas y titulares. Tal vez algún día descubramos que el verdadero milagro español no es crear empleo, reducir desigualdad o mantener a flote la democracia, sino la capacidad casi sobrenatural de una mayoría para indignarse por lo que no le afecta y bostezar ante lo que le determina la vida. Hasta entonces, que nadie se alarme: todo bajo control. Los que mandan seguirán mandando, los que votan seguirán soñando, y España continuará interpretando su zarzuela infinita, afinada por los mismos de siempre. Curtain call.
