El pasado martes, mientras el sol
metía los dedos en los ojos de las nubes, abandonaba la plácida casa del verano
para retornar al hogar de mis inviernos. Camino de Lleida, rememoraba lo que
han sido estos meses ociosos e indolentes, en los que, prácticamente, no me ha
ocurrido casi nada que fuera trascendente. El cambio más sustancial ha
consistido en que cada día, al levantarme, me surgía un nuevo sobresalto; un
nuevo golpe de calor tan impactante que no sabía si iba a ser capaz de resistir
las anunciadas temperaturas.
Este año, el estío no ha modificado
apenas mis hábitos de la estación en la que impera el frío. Quizá, porque no
siempre uno es uno. Hay ocasiones en las que uno es dos… Y así me ha pasado
cuando advierto las promesas que se quedaron sin cumplir y las esperanzas que
quedaron rotas. Tal vez sea porque paso demasiado tiempo soñando el sueño que
nunca llega.
Empero…, Tempus fugit, y
septiembre si llega a su fin. El verano, pues, es ya el pasado. Ha concluido.
No obstante, no acaba de retirarse del todo. Acaso, porque en este caluroso
estío he vivido alegremente junto a la playa, arrullado por el mar, sin pensar
que las vacaciones se acababan; posiblemente, porque ya no existan razones que
me inciten a regresar a la cotidiana normalidad. Debe ser porque he entrado ya
en esa etapa que transcurre casi en tiempo de descuento. Y es que, hasta no
hace muchos años, el tiempo que llamamos vida, era para mí un capital infinito,
mientras que ahora cada día que pasa hace caja, se ha vuelto contabilizable
Con todo, soy consciente de que
no me puedo quejar; pues, como los arrieros, voy tirando y, al igual que en
otros muchos veranos, el tiempo ha pasado, y yo con él, mayoritariamente, en
una apretada y perezosa quietud, preñada de tranquilidad. Si bien, algunos
días, esa calma, a veces se esfumaba hasta límites en los que casi desaparecía
totalmente y era entonces cuando llegaba el momento de partir nuevamente en su
búsqueda para no olvidarme de respirar, de soñar, de hablar conmigo mismo, de
recapacitar y repensar...
Otros días, al sumirme en el
bullicio de la playa, saltaba inconscientemente del reposado silencio del
jardín de casa, al susurrante golpeteo de las olas. Y ese cambio, significaba
pasar ineludiblemente del placer que conlleva lo misterioso y único del
silencio, al alegre griterío de lo banal e intrascendente.
Seguramente, como tantas otras
personas, este verano, he cohabitado en dos mundos ajenos entre sí; pero tan
cercanos que se convierten en uno solo y cualquiera los confunde. Quizá, porque
en esta sociedad en que vivimos existe un secreto culto al turismo en las
playas de nuestro mar Mediterráneo que cumplen, estrictamente, los muy adoradores
amantes del estío. Ese que permitió al cuerpo, hace ya décadas, asesinar al
alma; como Marco
Junio Bruto hizo con César.