viernes, 29 de septiembre de 2017

Final del verano. Retorno




El pasado martes, mientras el sol metía los dedos en los ojos de las nubes, abandonaba la plácida casa del verano para retornar al hogar de mis inviernos. Camino de Lleida, rememoraba lo que han sido estos meses ociosos e indolentes, en los que, prácticamente, no me ha ocurrido casi nada que fuera trascendente. El cambio más sustancial ha consistido en que cada día, al levantarme, me surgía un nuevo sobresalto; un nuevo golpe de calor tan impactante que no sabía si iba a ser capaz de resistir las anunciadas temperaturas.


Este año, el estío no ha modificado apenas mis hábitos de la estación en la que impera el frío. Quizá, porque no siempre uno es uno. Hay ocasiones en las que uno es dos… Y así me ha pasado cuando advierto las promesas que se quedaron sin cumplir y las esperanzas que quedaron rotas. Tal vez sea porque paso demasiado tiempo soñando el sueño que nunca llega.
 


Empero…, Tempus fugit, y septiembre si llega a su fin. El verano, pues, es ya el pasado. Ha concluido. No obstante, no acaba de retirarse del todo. Acaso, porque en este caluroso estío he vivido alegremente junto a la playa, arrullado por el mar, sin pensar que las vacaciones se acababan; posiblemente, porque ya no existan razones que me inciten a regresar a la cotidiana normalidad. Debe ser porque he entrado ya en esa etapa que transcurre casi en tiempo de descuento. Y es que, hasta no hace muchos años, el tiempo que llamamos vida, era para mí un capital infinito, mientras que ahora cada día que pasa hace caja, se ha vuelto contabilizable

Con todo, soy consciente de que no me puedo quejar; pues, como los arrieros, voy tirando y, al igual que en otros muchos veranos, el tiempo ha pasado, y yo con él, mayoritariamente, en una apretada y perezosa quietud, preñada de tranquilidad. Si bien, algunos días, esa calma, a veces se esfumaba hasta límites en los que casi desaparecía totalmente y era entonces cuando llegaba el momento de partir nuevamente en su búsqueda para no olvidarme de respirar, de soñar, de hablar conmigo mismo, de recapacitar y repensar...
Otros días, al sumirme en el bullicio de la playa, saltaba inconscientemente del reposado silencio del jardín de casa, al susurrante golpeteo de las olas. Y ese cambio, significaba pasar ineludiblemente del placer que conlleva lo misterioso y único del silencio, al alegre griterío de lo banal e intrascendente.

Seguramente, como tantas otras personas, este verano, he cohabitado en dos mundos ajenos entre sí; pero tan cercanos que se convierten en uno solo y cualquiera los confunde. Quizá, porque en esta sociedad en que vivimos existe un secreto culto al turismo en las playas de nuestro mar Mediterráneo que cumplen, estrictamente, los muy adoradores amantes del estío. Ese que permitió al cuerpo, hace ya décadas, asesinar al alma; como Marco Junio Bruto hizo con César.








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