Cuando este extraño otoño avanza
hacia su ocaso, cuando esta estación del año camina hacia la frontera de su
límite, cuando los días se acortan y las tardes estrenan una claridad de
mañana, la huerta de Lleida se detiene para descansar. Y los payeses encienden
hogueras con el crujir de las hojas secas, con las ramas podadas de los árboles
frutales, con los arañazos de las viñas temblorosas de sarmientos desollados,
respirando un aire que empieza a oler a nieblas y a tristezas.
Publicado el 14-12-2017 en el diario La Mañana |
Hace días que estallaron los
ocres, rojos y amarillos en los Campos Elíseos y han perdido ya sus hojas los
viejos plataneros de la rambla de Ferran. Cargada de experiencia desciende, desde
la Mitjana, el agua del Segre. A los lados, a moderada y cautelosa distancia,
resisten el frío del cercano invierno los chopos y álamos, como amigos fieles.
Los patos buscan un ribazo en el que recostarse, en el que dejar por unos
momentos el ir y venir de sus energías y de sus cansancios. Y, al poco tiempo,
se entretienen de nuevo en trenzar sus caminos, en desandar vericuetos entre
las múltiples algas que abarrotan sus aguas. Y en el curso del río,
deshilachadas, flotan las plantas acuáticas, alimentando un complejo y diverso hábitat
que rebosa vida entre las piedras del cauce.
En este otoño, como en cualquier
otra estación del año, como en cualquier etapa, como en cualquier aventura,
como en cualquier desventura, como en cualquier edad, siempre permanece algo
que declina o que se agosta; pero, a la vez, siempre surge algo que vibra, que
asciende o que resurge. En el otoño las plantas se adormecen y sueñan y hasta
tienen pesadillas de soledad y de amargura. Pero, todo ello, es imprescindible
para poder despertar, para abrir con emoción la ventana hacia la realidad; a
veces, tan huérfana de sueños.
Y es en estos días, en que el
otoño se marcha y huye melancólico y triste, dejando un rastro de cromáticos crepúsculos
y fríos amaneceres, cuando llega el momento en el que la ciudad ensaya una
pausa y se comprende a sí misma, en espera de que llegue un tiempo que le
permita seguir avanzando y progresar.
Son escasos los días que nos
quedan de otoño. Y cuando el mediodía parte la jornada, cansado, finalizo el
paseo y me siento a meditar en la Plaza de la Paz. Recostado en un duro banco
de vieja madera, junto a la fuente dormida, incitado por los innumerables
carteles de la cita electoral, pienso en esos caminos rotos que un día
florecieron y que más allá del próximo invierno, quizás, ya no volverán o, tal
vez, en cualquier otro tiempo, retornarán. Y, como si fuera un sueño, imagino
despierto que llega el día en el que comienza el solsticio de invierno y al
cabo de un rato, reemprendo de nuevo el sendero. Un trayecto abierto que
termina por llevarme a mi propio reencuentro, yendo a votar con plena
conciencia y en total libertad.
Solamente entonces, después de
votar, regresaré a mi casa y de nuevo despierto, cerraré los ojos, y me pondré
a soñar. Y soñaré… y otra vez aparecerán, tras un largo silencio, el otoño, los
árboles, el cauce del río, los patos, la ciudad y la obstinada e inexorable
realidad.
Siempre aparece la obstinada e inexorable realidad. Pero ya lo sabemos y es cosa que aceptamos., nos guste o no. Pero los sueños, que sueños son, nos ayudan a vivir también esa realidad.
ResponderEliminarPoeta, te felicito. Soy incapaz de sacar un rato para reflexionar y contar lo que se puede ver, frecuentemente bello, no siempre satisfactorio. Tú sí. Magnífico. Sigue en ello.
Un abrazo.
Pepe.
Muy bonito. ¿Cuándo te hacen columnista fijo?
ResponderEliminarUn abrazo.
Jaime