martes, 4 de octubre de 2016

Fin del Verano. Regreso.



Conocí el mar cuando aún no había cumplido cuatro años. Fue en Larache. Mi madre entre suspiros y alguna lágrima, nos anunció una mañana de junio que abandonábamos Madrid porque a mi padre le habían destinado a Marruecos. Recuerdo bien el primer día que fui a la playa y contemplé aquella inmensa masa de agua que seguía más allá de lo que mis ojos alcanzaban a ver en el infinito horizonte. No entendía nada. Cerca de mí, había un niño con una gorra azul jugando en la orilla con las olas. A su lado, una señora rubia y pintada de rojo la boca y las uñas de sus pies y manos, no perdía detalle de lo que hacía el pequeño. Quizás era su hijo. Infancia...
 
Playa de Larache
Hoy, lejos de la infancia. Al finalizar el verano, cuando se agosta septiembre y regreso a casa, invariablemente, la melancolía me invade. En realidad no es otra cosa que la nostalgia que siento hacia ese tiempo que se me escapa. Una metáfora de mi vida que corre sin freno, al igual que galopan sin sosiego los días en el calendario que ya me anuncia el cercano cumpleaños. Sentir que cumplo años es una forma dulce de denominar el declive de la edad, ese período que inexorablemente me acerca hacia el final… Quizá por ello o porque en otoño los días arrancan a hacerse más cortos y la luz más pálida, la prisa se instala de nuevo insidiosa en mi vida, como si tuviera ya poco tiempo para finalizar las cosas que tengo pendientes. Si bien es cierto que esas prisas nunca me han abandonado del todo, ni siquiera en aquellas vacaciones infantiles largas y, a veces, monótonas, sin nada concreto que hacer que no fuera trasladarme con mis padres a España desde el lejano Marruecos….

Y es que, cuando comienza el otoño, a mí memoria llegan las imágenes de aquellos años de niño en la playa. Y aquellas tardes, con mis primeros amigos, yendo en bicicleta hasta la casa del acantilado. Era enigmática. Sus paredes estaban desconchadas y parecía abandonada. Decían que no la habitaba nadie y que quien osara dormir en ella una sola noche, correría la misma suerte de su último inquilino; que una mañana amaneció despeñado en las rocas. Tenía algo hipnótico que nos mantenía alejados de ella y, a su vez, nos atraía como si fuéramos planetas que siguiésemos una órbita a su alrededor y estuviéramos condenados a girarla y después de un lago rato irnos y abandonarla hasta el día siguiente.

En septiembre, cuando comienza el otoño, regresan conmigo los sorprendentes anocheceres. Casi súbitos, tanto que cada tarde siempre me pillan desprevenido. Es entonces cuando uno descubre que existe otro tiempo; otra forma de entender la vida. Es el tiempo tranquilo, el del silencio, que valora el ser por encima de todo. Es la sensación indiscutible de lo imperecedero. Un minuto, unos segundos, pueden ser un soplo de nadas o un ciclón de todo. Es el resumen de aquello que vamos depositando sobre nuestro tiempo vital, ese que iniciamos con un grito y se nos va con un silencio.

Regreso. Comienzo otro tiempo…

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