Conocí el mar
cuando aún no había cumplido cuatro años. Fue en Larache. Mi madre entre
suspiros y alguna lágrima, nos anunció una mañana de junio que abandonábamos
Madrid porque a mi padre le habían destinado a Marruecos. Recuerdo bien el
primer día que fui a la playa y contemplé aquella inmensa masa de agua que
seguía más allá de lo que mis ojos alcanzaban a ver en el infinito horizonte.
No entendía nada. Cerca de mí, había un niño con una gorra azul jugando en la
orilla con las olas. A su lado, una señora rubia y pintada de rojo la boca y
las uñas de sus pies y manos, no perdía detalle de lo que hacía el pequeño.
Quizás era su hijo. Infancia...
Hoy, lejos de
la infancia. Al finalizar el verano, cuando se agosta septiembre y regreso a
casa, invariablemente, la melancolía me invade. En realidad no es otra cosa que
la nostalgia que siento hacia ese tiempo que se me escapa. Una metáfora de mi
vida que corre sin freno, al igual que galopan sin sosiego los días en el
calendario que ya me anuncia el cercano cumpleaños. Sentir que cumplo años es
una forma dulce de denominar el declive de la edad, ese período que
inexorablemente me acerca hacia el final… Quizá por ello o porque en otoño los
días arrancan a hacerse más cortos y la luz más pálida, la prisa se instala de
nuevo insidiosa en mi vida, como si tuviera ya poco tiempo para finalizar las
cosas que tengo pendientes. Si bien es cierto que esas prisas nunca me han
abandonado del todo, ni siquiera en aquellas vacaciones infantiles largas y, a
veces, monótonas, sin nada concreto que hacer que no fuera trasladarme con mis
padres a España desde el lejano Marruecos….
Y es que,
cuando comienza el otoño, a mí memoria llegan las imágenes de aquellos años de
niño en la playa. Y aquellas tardes, con mis primeros amigos, yendo en
bicicleta hasta la casa del acantilado. Era enigmática. Sus paredes estaban
desconchadas y parecía abandonada. Decían que no la habitaba nadie y que quien
osara dormir en ella una sola noche, correría la misma suerte de su último
inquilino; que una mañana amaneció despeñado en las rocas. Tenía algo hipnótico
que nos mantenía alejados de ella y, a su vez, nos atraía como si fuéramos
planetas que siguiésemos una órbita a su alrededor y estuviéramos condenados a
girarla y después de un lago rato irnos y abandonarla hasta el día siguiente.
En septiembre,
cuando comienza el otoño, regresan conmigo los sorprendentes anocheceres. Casi
súbitos, tanto que cada tarde siempre me pillan desprevenido. Es entonces
cuando uno descubre que existe otro tiempo; otra forma de entender la vida. Es
el tiempo tranquilo, el del silencio, que valora el ser por encima de todo. Es
la sensación indiscutible de lo imperecedero. Un minuto, unos segundos, pueden
ser un soplo de nadas o un ciclón de todo. Es el resumen de aquello que vamos
depositando sobre nuestro tiempo vital, ese que iniciamos con un grito y se nos
va con un silencio.
Regreso.
Comienzo otro tiempo…
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