Sabido es que países con varios idiomas
oficiales reconocidos, véase Suiza, Bélgica o Luxemburgo, por citar algunos
ejemplos, la educación y tolerancia elevan a dichos países a altas cotas de
civismo. Pues bien, en nuestro país, público es que el Gobierno de Baleares, en
la época del Sr. Bauzá del PP en el 2012, retiró la exigencia del conocimiento
de la lengua catalana como requisito imprescindible, para ser empleado público
en la citada Comunidad Autónoma y, así mismo, abandonó el instituto Ramon Llull
que compartía con la Generalitat de Cataluña, para la promoción exterior de la
lengua y cultura catalanas, diluyendo, de esta forma y en consecuencia, el peso
de la lengua autóctona en los centros educativos y en el ámbito académico y de la
traducción de literatura y obras de pensamiento escritas en catalán.
En este contexto, desde mi punto de
vista, el problema podría ser resuelto si en el sistema educativo español fuera
materia obligada el conocimiento de una de las lenguas reconocidas en la
Constitución. En este sentido, creo poder asegurar que, de hacerse efectiva
dicha norma, las generaciones futuras serían más abiertas y tolerantes ante
otras formas de comunicación y pensamiento de los diversos ciudadanos que somos
integrantes del Estado y compartimos su territorio y, a la vez, no se darían
los casos actuales de intolerancia lingüística que se observan a diario.
Entiendo que, en este mundo de la
globalización, alcanzar un alto grado de civismo que la mayoría de los
ciudadanos ha recibido y recibe, muchos transmiten y pocos tienen, por medio de
la enseñanza del pluralismo lingüístico, sería la mejor forma para comprender
el significado de la tolerancia, el consenso, el disenso y hasta el conflicto.
Quizá convendría no olvidar lo que ese
anónimo ciudadano un lejano día nos dejó dicho: “Tolerancia es esa sensación
molesta de que al final el otro pudiera tener razón.”
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